(Fotografías exclusivas para el blog Las mil caras de mi ciudad)
Cuando el viajero llega a un lugar –ya sea éste grande o pequeño, populoso o desértico, renombrado o recóndito– abre los ojos como platos y se deja llevar en volandas por la brújula de la intuición, correteando por sus rúas sin la atadura de planos y guías, y chapoteando, alegre y confiado, en los dobladillos de la nueva fisonomía, que se le ofrece en todo su primor.
Cuando pedimos permiso a los portuenses para perdernos unos días por su seductora ciudad, no olvidamos, avariciosos, reservarnos, para los días de ayuno, un conjunto de postales que nos haga menos pesarosa la distancia que impone todo alejamiento.
Los que ahora engarzamos, como cuentas de un collar anímico, son una mínima porción de los fogonazos que
nos deslumbraron de OPORTO.
La última foto y su comentario invita a sonreir. Es lo mejor que podemos mandarle a Auro.
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