martes, 22 de febrero de 2022

DESDE AVILÉS A GIJÓN POR EL TRANQUERO, artículo de ÁNGEL AZNÁREZ (publicado en La Nueva España el 24 de diciembre de 2021)

         

                           (En Gijón, Casa Rato, naturalmente)

 

            En recuerdo a Alfonso Peláez, compañero de tertulia en Gijón

 

Tren del Ferrocarril de Carreño (Avilés-Gijón)

         Escribieron los teólogos cristianos y los rabinos judíos -de esto saben mucho y si no saben no importa- que Dios no gusta de llanuras o de planicies, prefiriendo crestas y picos como los del Sinaí. Por eso mandó que unos predicasen en su nombre desde lo alto de púlpitos barrocos y que otros moralizasen sin saber, célibes, desde tarimas elevadas sobre asuntos de casados. Y, también, por eso –es lo principal- el mismo Dios colocó el Cielo en lo más alto, arriba y azul, cosa de ángeles, y el Infierno en lo más bajo, abajo y rojo, cosa de bomberos. 

Oviedo y Avilés son ciudades divinas por ser de mucha cuesta y picos, de sube y baja; también Gijón es divina, al tener que subir mucha cuesta para llegar al Coto o a Begoña, de raquítico jardín. Oviedo, donde nací; Gijón, donde nacieron mis hijos; Avilés, donde usé por primera vez la razón, son los tres vértices-ángulos de mi triángulo equilátero, con mirada recta de Dios, como Dios manda, ni a lo bizco ni a lo bisojo. Y procuro controlar las nostalgias de las tardes grises con paseos por alguna de las tres ciudades, reales o mágicas, tapado con un capuchón, aunque ligero como una pluma; y la nostalgia, en justa medida, frena la estupidez.

Carreño de Gijón a Avilés


  De mucho subir en Oviedo, desde la Plaza de la Escandalera, abajo, la del gran escándalo de la Caja de Ahorros de Asturias, tan presente allí, con esa gran pared que espera ya nuevo letreropara que lo vean los “un pelín rojos” del Gobierno, hasta llegar al “Campo de Maniobras”, arriba donde hubo solares que fueron de SEDES (edificio SEDES), antes rica, hoy pobre. Y de mucho bajar en Avilés, desde Galiana, pasando por San Nicolás, el “Parche” y Rivero, hasta llegar a la Estación del Ferrocarril de Carreño, a coger el tren/tranvía para viajar a Gijón. Y antes, a medio camino en la bajada, estaba la “cochera” de tranvías (de Avilés). 

También a los garajes de tranvías de Oviedo, que estaban en Pumarín, y de Gijón, que estaban enfrente del Bíbio, se les llamó cocheras, por la razón poderosa de que los tranvías, más que tales, eran coches, lo cual fue muy propio del dandismo tranviario que existió. Se decía que un inglés, no hortera (hay muchos horteras, ingleses y asturianos), jamás subiría al sleeping-car del Orient-Express, llamando vagón, pues vagón era para el transporte de animales: las personas se subían a “coches” (cars) o a “carrozas” (carrosse), nunca/jamás a “vagones”.

Vagones de el tren Carreño


Se decía que el viaje desde Avilés a Gijón, en el Carreño, era por ferrocarril, pero no parecía ser así, pues el transporte se hacía en una unidad eléctrica (Odessa), con dos aparatosos pantógrafos, seguida de remolques como jardineras, teniendo la unidad un aspecto más tranviario que ferroviario. Y todo el trayecto se hacía por los tranquilos prados de Carreño, de mucho vacuno, y así hasta llegar, después de Candás, al llamado “Tranquero”, entre Perlora y Xivares, donde la Odessa y sus remolques danzaban, como trapecistas de circo ante el espacio vacío, desafiando la gravedad que arrastraba hacia abajo, circulando por acantilados abismales, con precipicios mortales, caso de caer abajo, en la playa del Tranquero. 

Mientras los viajeros adultos cerraban los ojos y se inclinaban hacia el contra/rail o tercer rail de la derecha como para protegerse (bajando a Gijón), al pasar por “El Tranquero”, los niños, insatisfechos, querían el más difícil todavía, pareciéndoles todo poco –en todo suicidio siempre hay, desgraciadamente, algo o mucho infantil-. Y escribiendo ahora sobre aquella mañana de viaje, me acuerdo de Pipo Prendes y de su canción sobre el Ferrocarril de Carreño, en homenaje a las esforzadas paisanas, las bañugueres, que en Avilés descendían del Carreño, cargadas de mariscos, de Bañugues, para abastecer a la Sidrería Casa Lín, fundada en 1890, situada cerca del Parque, en Avilés, de olor a virutas y a mariscos. ¡Qué desigualdad entre los que comían centollos y los que comíamos la escasa carne de los bígaros, muchos bígaros, sacando la “carne” con alfileres!  

Y cantó Pipo Prendes: “Vías que trasportan sueños en nuestro tren, vidas e ilusión. “Bayugueres” que van a vender tesoros del mar hasta Avilés. Nuestra casa, nuestro tren, nuestro Carreño, nuestro tren”. Se recomienda ahora ver el magnífico programa de la TPA, emitido el 23 de octubre de 2019, sobre el Ferrocarril del Carreño).

Calle de Avilés , que tanto se parece a las calles portuguesas


Cerca de Gijón, ciudad de merenderos, ya en Veriña, estaba el romántico “parque o merendero Venecia”, junto al río Aboño, de plácidos paseos en barca y piraguas, todo luego destruido por unos delincuentes nuevos ricos, de fábricas y de negocios. Ya en Gijón, cerca de la llamada Estación del Carreño, se veían el edificio de “Posadas Maderas y los humos de la Fábrica de Moreda. A la derecha, cerca de Marqués de San Esteban, estaba el estanco, de Tabacalera, enfrente de la Estación de Renfe, muy cutre, pues una cortina de plástico, grasienta y de color verdoso, separaba la cocina del despacho de tabacos, entonces “Peninsulares”, “Celtas”, ”Ideales” y “Bisonte”, oliendo todo a fritura de chicharros o a vahos de eucaliptos. 

Dibujo que no es de Casa Rato, en Gijón, aunque pudiera serlo por el "glamour"


Destino en Gijón fue Casa Rato, en la calle Corrida, de Gijón, tienda de ultramarinos, aunque de categoría y sin verdulería, y cafetería/pastelería para selectos y selectas. El espectáculo allí era continuo, pero más, si cabe, en la tarde del Corpus, después de la procesión de las niñas vestidas como verdaderas novias y de los niños como falsos marineros. Y recuerdo a las dependientas de Casa Rato, casi con mantillas, con unos mandiles de color negro, con medias de alivio sujetas al pernil por ligas elásticas.

En la misma calle Corrida, en Radio Norte, que estaba saliendo a la izquierda, se podían comprar discos: que unas compraban los de Sara Montiel, El último cuplé o La Violetera, que otros preferían escuchar en el “picú” la Piccolissima Serenata de Renato Carosone.

FOTOS DEL AUTOR

 

 

 

 

viernes, 4 de febrero de 2022

VIAJANDO EN LA BARCA DEL AUTOBÚS, artículo de ÁNGEL AZNÁREZ (publicado en LA NUEVA ESPAÑA 11 de diciembre de 2021)

                                     (En Avilés)


Para empezar, hagámoslo sin rodeos: para escribir bien hay que ser, como Umbral, hijo seguro de madre e incierto de padre por no estar registrado en el Civil -los padres son inseguros y por eso están inseguros-. No es asunto de reyes, en exclusividad, lo de matar al padre. A los escritores verdaderos también siempre estorba el padre, que está en la alcoba junto a mamá. El escritor Martín Garzo acaba de describir el misterio de la llamada Creación: “La figura de la madre es el acto fundacional de la literatura, es el momento en el que el niño se tiene que ir a la cama, y en ese momento oscuro y siniestro cuando se le pide que se quede solo, quiere que el adulto le cuente una historia”.

Dicen que Proust, al que tanto molestaba el padre, al preguntarle para qué o por qué escribía, se carcajeaba a la manera judía, encogiéndose de hombros. Y dicen que Umbral, faltoso de padre y luego de hijo, dijo que escribía para cantar, como “coser y cantar”, entre el encanto y asombro con hipo, al principio, y el desencanto, con bostezo, al final. Y sin que los “creadores” deban olvidar a ese Quevedo salmantino del siglo XVIII, autor de pronósticos y almanaques, apellidado Torres de Villarroel, que escribió: “Yo bien sé que alcanzo más y discurro mejor, que lo que dejo escrito”.   

Torrijas no de la confitería Galo, aunque podrían serlo

Llegar a merendar “marañueles” en Avilés, podía ser de duro viaje, que comenzaba subiéndose al ALSA, de varios pisos, con parada en la calle Cabo Noval de Oviedo; subir con pasamontañas como rusos y con gafas de motorista a la baca del autobús, por la escalera, y trepando como trepan los monos por los árboles en la selva, para sentarse ya, arriba, en un banco de madera, recibiendo aires, todo lo cual podía ser una odisea como la de Odiseo. Y así, tiritando, hasta llegar a la parada de “Los Luarcas”, enfrente del Parque, en Avilés, en la prolongación de la calle La Muralla, dejando a la derecha el Café Colón. 

Por llegar de esa manera a Avilés, podía decirse que no es el viajero el que llega, sino que es el mismo paisaje el que viaja, sabiendo mucho después que Paul Morand, esteta y muy de derechas, había escrito que “viajando, el gris se convierte en rosa”. Y luego había que caminar, en Avilés, junto al “Galé de abajo”, en La Muralla, saludando a doña Josefa, enfrente del acceso al mercado, para llegar hasta el “Galé de Arriba” (Confitería), en la calle La Cámara (hoy tienda de marca internacional de perfumes y cosmética), y saludar a doña María, que, al final entregaba, como un trofeo, la ansiada y golosa marañuela, la de Avilés, no la de Luanco ni la de Candás. Doña María, la de Galé, era la que envolvía los pasteles con el papel enrollado y dibujos de la casa; era la que colocaba los palillos, unos tiesos y otros doblados para que el envoltorio no deformase la pastelería blanda; y era la que ataba las docenas con la cinta pastelera, unas veces roja y otras azul.

        

EL PARQUE DE AVILÉS

 El obrador de la Confitería Galé, que miraba a la calle estrecha, siempre llamada “de los Cuernos” (hoy Alfonso VII), calle separadora de la Confitería, de la oficina de la Caja de Ahorros, era largo y complicado como un laberinto. Allí, el sobrino de Josefa y María, por no esquivar una columna del obrador, convirtió en un 8 la rueda delantera del triciclo, el mío, causante de pena y tristeza; a partir de ese momento, para mí, el 8 nunca significó un notable alto, sino que fue el número del adefesio, de eso que los curas llaman pecado, que ni las marañuelas consolaban. Se armó la de Dios es Cristo, pues es aquel momento la omnipotencia infantil desapareció.

Las marañuelas, como en el caso de las magdalenas de Proust, que  “parecían tener por molde una valva de concha de peregrino”, hacían bullir en mi mente dulces gustos a limón y a anís, como los vahos de eucaliptos en la pota colorada y, aspirando, curar catarros. Pero el jaleo no fue sólo por lo pastelero, también fue por lo del “carrito” de los helados, de Los Valencianos (los Valencianos de Gijón eran otros) estacionado el “carrito” en el Parque, dejando ver su fondo de oscuro, frío y cóncavo, como la quijotesca Cueva de Montesinos. 

CALLE DE LOS CUERNOS

En el fondo de la cueva o “carrito” se guardaban las rectangulares barras de helados para vender por cortes, a dos pesetas cada corte. Especialidad exclusiva de Los Valencianos de Avilés, nada parecido en Oviedo (Verdú y Los italianos) ni en Gijón (Verdú, Los valencianos, Los dos hermanos y La Ibense), era el helado de menta, de un color muy verde, como verdes eran los azulejos del Café Colón, enfrente. ¡Qué ruido, el del cuchillo largo del heladero, penetrando por entre los hielos verdes, y colocarlos luego entre galletas, de mucho chupar!

Cerca estaba el amarillo tranvía, con jardinera, pronto a partir hacia Piedras Blancas, llegado de Villalegre, que descendía por la izquierda de la calle La Cámara, girando luego en ángulo recto a La Muralla, y quedando estacionado junto al Parque, entre dos impresionantes cúpulas, la de Banesto y la principal del quiosco de la música, rodeada de cuatro más pequeñas como pagodas. El conductor del tranvía siempre iba adelante y de pie, y el cobrador, siempre detrás. El conductor, con la mano izquierda, giraba el manubrio o manivela de las marchas hacia la derecha, y sujetaba con la mano derecha la rueda negra de frenar, al tiempo que pisaba con el pie derecho el “rin-rin”, de la bocina. 

EL CAFÉ COLÓN HOY

El cobrador llevaba un cabás hermético de madera, con gomas, como las de los practicantes, y en él guardaba los billetitos de papel, títulos para el transporte, muy bien colocados; se oía el “cloc, cloc” de cerrar, antes de tirar de la cuerda del techo para avisar al conductor de que iniciase la marcha. Se llegaba a Piedras Blancas, dejando atrás Salinas y los arenales, de olor a pino. En Avilés quedaban las lanchas a motor que transportaban a avilesinos, cruzando la Ría, de olor a mar y algas, hasta llegar a la peligrosa playa San Balandrán. En San Juan de Nieva se veían los humos blancos de mucha combustión de las máquinas poderosas de la RENFE, con maquinista y fogonero, las cuales sudaban, lanzaban carbonillas y hacían maniobras.

Hija de la Caridad

         Desde la terraza del primer piso del café Colón, como en Venecia, se olfateaban, al mediodía de los domingos, los aromas de vermouts de solera, el célebre vermout del Colón, más celebre que el de La Paloma, en Argüelles (Oviedo). Por abajo, desde la terraza del café, se veían pasar a monjas emparejadas, cuyas tocas, de pajarería blanca, eran como alas almidonadas, llamadas Hijas de la Caridad, conocidas como las monjas gaviotas, las mismas que las del Hospicio de Oviedo o las del Colegio La Milagrosa, en la calle ovetense de Gil de Jaz. 

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