domingo, 19 de agosto de 2012

"LA CASA ROSA DE LOS PÉREZ" (III), artículo del notario ÁNGEL AZNÁREZ publicado en "LA NUEVA ESPAÑA"


                                                           Questa piccolisima serenata
                                                           Con un fil di voce si può cantar?
                                                           Ogni innamorato all´innamorata
                                                           la sussurrerà, la sussurrerà?
(Canción con letra y música del napolitano Renato
Carosone, del año de la pera).  



Fue en la tarde del 19 de marzo de 1980, fiesta de “Pepes”. Subí, desde la plazuela de San Miguel, a la casa-chalet de los Pérez (Pepe y Mari), por las escaleras muy pinas del Prado Picón, igual de pinas, empinadas, que las romanas, que desde la Piazza di Spagna suben casi al cielo, a Trinitá dei Monti. Por esas escaleras, las romanas, no por las del Prado Picón, subió el poeta Byron con dificultad –era muy cojo por serlo de ambas piernas- para visitar y consolar a su compatriota J. Keats, también poeta, que malvivía, pues Paolina Borghese correspondía a otros, nunca a él. Quiso el destino que la casa de los Pérez, en Oviedo y junto a la escalera, se llamase la “casa-rosa” y que la casa de J. Keats, en Roma y junto a la escalera, se llamase la “casina rossa”.

 Al subir por la escalinata, mirando a izquierda y derecha, recordé a los hermanos Rodríguez, hijos del constructor don Manuel, que eran Caín y Abel, siempre zurrándose, como se deben zurrar los hermanos mayores por causa de primogenituras y herencias. Justo enfrente vi un chalet en abandono, en ruina romántica, y en cuyas ventanas sesteaban unos felinos enormes, gatos como tigres, con las colas tiesas y erectas, desafiantes como látigos. Hoy, delante de ese chalet, rehabilitado y pintado de albino, hay unas letras ostentosas, oscuras y casi moviéndose, como dientes o muelas con caries, que anuncian una “Clínica Dental”. Más arriba, a la izquierda, recordé a María Teresa Rubio, Teresita, hija única, que a todos sorprendió –principio de los años sesenta- con su radical decisión de enclaustrarse en un convento, dejando solos a su mamá y a su papá, asunto muy sensible para mentes infantiles.

Escultura de Sebastian Miranda, propiedad del autor
Ya en lo alto del Prado Picón, más cerca del Altísimo, donde se puede andar entre nubes y nieblas en días de mucho orvallo, Pepe y Mari me acogieron, hospitalarios. Pepe, con traje de domingo, con brillos como el de “luces” y con bisoñé de montera, y Mari, con conjunto de punto de color suave o de alivio, adornando su cuello con collar de perlas de una única vuelta. Quiso la Fortuna que en ese momento, por allí pasara, con chaqueta muy cruzada y con insignias como soles en los ojales, don Federico Collera, que, por ser experto municipal en protocolos, nos saludó con ringorrangos y remilgos, que fueron, naturalmente, correspondidos. Don Federico era elegante como el Gran Gatsby en versión americana o como un figura o figurino en versión italiana. Antes de entrar en la “casa rosa”, después de las felicidades y parabienes de rigor, los Pérez y su invitado recorrieron, de corner a corner, el jardín umbrío y recoleto, que no olía a perros, sino a gatos, los de la gatería de abajo, Un jardín más grande entonces en que ahora, pues una alguna (dama) le dio un mordisco comiendo un pedazo.

Viendo desde el jardín descender por las escaleras a don Federico hacia la Plazuela -que no era éste largo o de estatura-, la conversación fue sobre estética, a lo que Pepe era sensible, y sobre longitudes o larguras. Él dijo que, tal vez, uno de los ovetenses más altos fuese uno de los Escobedo, a lo que asentí sin dudar y sin conocerlo, fiándome del apellido, por considerar adecuado y conforme a la naturaleza que quien se apellida Escobedo sea de mucha altura, y de chiste lo contrario. Yo recordé que uno de los más bajitos acaso fuera don Jesús González, profesor de bandurria y laúd en los Maristas, que se subía a todo lo que le pusieran delante, incluso a Santa Susana desde Fozaneldi “¡Que instrumentos se tocaban en ese Colegio!” exclamé y añadí: “que, no obstante, ser de Hermanos, los Maristas, tenían trato de reverendos, lo que es disparatado, pues los hermanos jamás, jamás, son reverendos o dignos de reverencias”.

Escultura de Sebastian Miranda, propiedad del autor
 Los tres reímos cuando conté lo que acababa de leer en el libro Recuerdos y Añoranzas (1972) del ovetense Sebastian Miranda, amigo de toreros (uno de sus mejores amigos fue el torero ovetense Julián Cañedo, que casó con gitana esplendorosa traída del Sur y que asombró a toda la calle Campomanes), y escultor don Sebastian, precisamente, de gitanas, incluso las de “El Fontán” que eran poco gitanas, pues las gitanas fetén no iban al mercado. Les conté que, según el escultor, en Oviedo vivía un tal Manolin, que eran tan bajito, tan chaparro, que le llamaban “la cosina”, y que un día al caer al suelo, lo que era frecuente, le preguntaron con indiferencia: ¿Mancastete Manolín? Y les conté que hubo en Oviedo un magistrado de la Audiencia, tan bajito, tan chaparro, casado con la pomposa y larga doña Gala Ponte, que al pobre, al magistrado, le llamaban “El bastón de doña Gala”, viendo pasear a ambos muy agarraditos por “El Bombé”.

Y con estas maldades, entramos por fin en la “casa rosa” de los Pérez, “esdrújula, mesopotámica, gótica y barroca” según diseño y fábrica de su padre, don José Pérez Jiménez, natural de Badajoz, profesor de dibujo y pintor, más de sábanas que de lienzos por el tamaño de sus pinturas, resultando su casa un dibujo. Apenas dentro, en el vestíbulo, di un salto para no pisar un extraño gravado en el mármol del suelo a base de circunferencias, compás y brújulas. Miré a Pepe y dije: “No te imagino con mandil, espadas y estandartes que tan del gusto son de los masones o “masonazos”, siendo tú, Pepe, y demás familia, personas de mucha fe católica, y de los que ya quedan pocos”. Mari y Pepe, al unísono, exclamaron: “¡Qué disparate, eso de masones; nuestro padre, fue un artista tan geométrico, que, por pasarse, pintó hasta la aritmética misma !”.

Y esto que viene ahora es muy serio: la leyenda o maledicencia de que en el Prado Picón vivían masones (atribuyendo tal condición a don Manuel Cuesta, Pérez Jiménez y Yela) tiene un origen preciso. Un ovetense conocido, envidioso y arruinado, denunció con falsedad a don Manuel Cuesta, rico de América y promotor del Prado Picón, su indiana “Ciudad-jardín” por pertenencia a obediencia masónica, esperando recibir, como “premio” por la delación, las propiedades del señor Cuesta. La denuncia se formuló en plena Guerra Civil; por eso el peligro y puntería de la misma (esto me lo explicó y aclaró, con detalles que ahora omito, doña Etelvina Cuesta Valls, única hija sobreviviente de don Manuel, en la reunión del pasado jueves, 9 de agosto, a las 18 horas). He ahí el origen de la maledicencia y de la falsedad, que se extendió como se suelen extender las maledicencias y falsedades. Eso, lo de la Masonería, lo oí muy niño y jugando en los alrededores.

Entramos, a la izquierda del vestíbulo, en un salón-estar; nos sentamos en un sofá capitoné de color granate, semicircular como la pared en que se apoyaba, dejando ver a través de unas ventanas góticas las dos palmeras del jardín, de más frondosidad que el palmeral de Elche. Al frente, cerca del comedor, había un piano negro, y colgados en las paredes dos cuadros: uno de Mari, que tecleaba en el piano, y otro, de Pepe, que leía un libro jurídico, retrato de tanto realismo que se leía el título del libro. Mari, solícita, colocó sobre la mesa, repleta de pañitos bordados y tapetes, unos platos y tacitas para el café, que no fue de puchero con manguera y colador, sino de máquina eléctrica, muy moderna, de acero inoxidable y baquelita; una auténtica máquina a vapor de muchos humos, con más brazos que patas tiene una araña.


Abrí mi cajita de Princesitas de La Playa gijonesa, que brillaban más que oros, y Pepe y Mari colocaron medias lunas, bollos suizos y media docenita de carbayones, los genuinos, del obrador de la calle Jovellanos. Pusimos caras de llambiones, desorbitados los ojos por gulas con ansias como de lujurias; aquello era un auténtico bocato di cardinale. Hablamos de confiterías y de confiteros, del bombonero austríaco de “Peñalva” y del leonés Blas que inventó lo de “El carbayón tiene apellido, Camilo de Blas, un pastel de película”. Les conté lo que acababa de ver en Rumania, en travesía hacia Istambul: que allí las confiTerias se llaman confiSerias; divagamos sobre las letras “T” y “S”, algo muy del gusto de Mari por ser catedrática de Literatura, estando de acuerdo, después de muchos ejemplos, que la letra “T”, en cualquier palabra, es como si la golpease o diera un martillazo, a diferencia de la letra “S”, siempre seductora y sinuosa. Acaso –dije- la contundencia de la “T” viene por se la primera letra de la palabra Dios, en griego.

 Y mientras estas cosas ocurrían, un “Tic-Tac” continuo, obsesivo, de un reloj de caja de madera y cuerda, escondido en una esquina, recordaba que el tiempo pasaba, siendo muchas aún las cosas de que hablar y ver: de la pócima salutífera del profesor Pire, de la facultad de Ciencias de Oviedo, a base de jaleas reales; de otras pócimas incluida alguna gallega; de la especialidad jurídica de Pepe y de sus enseñanzas; de la cartera, con cremallera y siempre bajo el sobaco, de Mari, a la que veía, desde mi pupitre de madera y con tintero en el Auseva, subir las escaleras del Instituto Alfonso II, con zapatos lisos como zapatillas, azules, azules.

                                               (Continuará)














                                               

1 comentario:

  1. Veo que te han atrapado otra vez... y veo que vuelve a llamarse REX.
    ....Ya lo sabía, incluso le lo advertí en su momento. Estaba cantado.
    La verdad es que me alegro por ti y por él.

    J. I. Y.

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