Llevo una
temporadita recogiendo tapones de plástico sin saber muy bien para qué eran
utilizados. Empecé a hacerlo por mi madre, porque me lo pidió. Recuerdo que todo empezó un día
que comimos juntas y que observé que
metía en el bolso el tapón del agua mineral que tomamos. En un principio
me pareció extraño, confieso que me puse en lo peor: una manía de persona
mayor. Pero nada de eso, lo que estaba haciendo era un acto solidario. Me dijo
que formaba parte de las pocas cosas que
ya podía hacer para ayudar a los demás. Siempre fue muy participativa en
actividades solidarias, pero ahora la edad –según me confesó- le impedía
practicar ese voluntariado activo que
fue parte muy importante de su
vida y que echaba mucho de menos. Pero
recoger tapones sí que lo puedo hacer, me dijo. Total, que decidí seguirle
la pista a los ya conocidos como Tapones solidarios. Investigando en la Red averigüé que se trata de
recopilar toneladas de esos trocitos de plástico para el reciclaje, y que con
el resultado de su venta se ayuda a niños con enfermedades raras. No puedo decir que conocer la finalidad de
esta recogida masiva de lo ya dicho, me haya dejado muy tranquila. Más bien
todo lo contrario: me sentí avergonzada. Sentí la vergüenza de pertenecer a una
sociedad que para que un niño tenga una silla de ruedas, un aparato ortopédico
o cualquier otro artilugio que mejore su calidad de vida, sea necesario recoger
toneladas de tapones. Caridad pura y dura, esa que tiene por finalidad acallar
nuestras conciencias, muy lejos de la justicia social que esta sociedad que se
dice avanzada debería de poner en práctica. Doscientos euros se pagan por una
tonelada. Muchas hicieron falta para comprarle una prótesis ortopédica –que
costaba 8.000 euros- a Íker uno de los niños ya
beneficiados. Aitana, otra pequeña, necesitó 12.000 euros para un
elevador eléctrico que le permitiera salir de su casa. Y también está Sara,
Ángela… y unos cuantos más.
Sigo
recogiendo tapones para llevárselos a mi madre, que tanto se alegra cada vez
que le entrego un montonín y puede llevarlos al punto de recogida. Y lo hacen sus amigas y todo el que cae en
sus red solidaria, pero bien sabe dios que detrás de cada tapón que yo le
entrego, y ella recibe feliz, hay una gran sensación de fracaso. ¿Cómo es
posible que luzcamos a nuestros niños con vestiditos de firma, zapatitos de
ídem, un sinfín de sofisticados juguetes..., y estos niños, con tantos derechos como los nuestros, no puedan acceder a la prótesis ortopédica que precisan
para caminar? Es para sentirse mal.
Yo también los guardo y ya tengo una bolsita.
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