viernes, 22 de abril de 2022

CORRIENDO LA MILLA, artículo de ÁNGEL AZNÁREZ (publicado en "La Nueva España", 19 de febrero 2022)


(Desde Santa Catalina a Rosario Acuña, de cerro a cerro, en buque a estrenar). 





Dicen que la bahía de Gijón tiene forma de centollo de roca, aunque no precisan dónde situar el “carro” del cangrejo: si afuera, en el mar, o dentro, a partir del Muro de San Lorenzo, hacia Ceares; eso debe ser cosa de poetisas o de rapsodos,  apoyándose en imaginaciones y en teorías, que siempre son contemplativas. Los prácticos, por el contrario, dicen que la bahía gijonesa es como una tenaza, que atenaza en temporales, y que recuerda al abuelito Tezanos, el de las encuestas increíbles. La verdad, ni poética ni práctica, es que lo del Muro de San Lorenzo se está complicando y parece ya un cafarnaum circulatorio, con riesgo de quemaduras en la parrilla, como San Lorenzo, a los del cacicato, que, además, son ateos por la gracia de Dios. 

 


El ovetense Rodrigo Bobes, mi pariente, del que escribiré pronto, al entrar en Oviedo por Lugones y Santullano, no me invitaba a mariscos ni a cazas en El Trole, de Álvarez Garaya, sino a comer sardinas a la vixigona (o bexigona)  y “sardines rellenes, en un bar de La Calzada. Es que Gijón, tal vez, no se pueda concebir sin mariscos, pero, desde luego, no se puede entender sin sardinas. Sardinas llevadas por toda la capital de la Costa Verde en carritos o carretillas con ruedas de goma, cargadas de cajas de madera con sardinas frescas y con trozos de hielo de la fábrica junto a la Rula. Esas carretas eran empujadas por mujeres forzudas, de Cimadevilla, con mandiles y moños sujetos por horquillas enormes. 

 

Las sardineras gritaban con jolgorio para anunciar la mercancía de sardinas, que vendían por docenas, envolviéndolas en papel de periódico; se las veía y oía, por ejemplo, junto al Mercado de San Agustín, entre las calles Cabrales y Cápua. Y cuando dejaron de callejear las de Cimadevilla, permanecieron las mujeres marineras de Nazaré, en Portugal, que, siendo diferentes, recordaban a las de Gijón: las de Nazaré llevaban el calcañar al aire; las de Gijón siempre lo tapaban con calcetines de lana y zapatillas.  

 


Y también, genuina de Gijón, fue la llamada “Comandancia militar de Marina”, que tanto llamó la atención, porque era redundante, pues no se conocía “comandancia” que fuese civil (la de la Guardia Civil fue y sigue siendo, inmutable, también militar), porque siendo “militar” sus competencias principales eran civiles, caso de pesca, marina mercante, salvamentos y naufragios, y porque, finalmente, tal Comandancia de la Armada, estaba desarmada, sin barcos,  ni de guerra ni de paz. La lancha de Salvamento, a la que nos referimos en anterior artículo, era de la Asociación de Salvamento y de Higinio; y el barco Cies, atracado en el Musel, era otra cosa.

 


Acaso lo más “armado” de la Comandancia fuera el Seat negro, 1400-C, siendo el chofer un tal Riestra, de Cimadevilla, que trasladaba a la señora del Comandante, de mucho mando, a rezar en la Iglesiona, siendo tanta la piedad que los asientos del vehículo parecían reclinatorios. En la matrícula del Seat figuraba eso tan contundente que era lo de “Fuerza Naval” (FN). La autoridad del Comandante de la Comandancia era importante, lo cual hacía muy necesaria la dotación de oficiales, caso de Osorio, Teniente de Navío muchos años y buen jugador de Tenis en tierra firme; dotación también de suboficiales, y hasta docenas de marineros, que llamados de reemplazo, eran todos enchufados de Ferrol, y los que no lo eran de aquel Ferrol caullidesco, iban al “Ferral del Bernesga”, en León, donde estaba el “Centro de Instrucción de Reclutas” (CIR) y el cabo Pîcurri, del que aseguraban que mandaba más que el coronel-jefe.   

 

Paseando por El Muelle gijonés se podían ver las literas de sueños y ronquidos, y a los marineros ya despiertos y alborotados, siendo impresionante la marcialidad de la marinería en la puerta de accesos a la Comandancia, con caras muy serias, como de entrar en combate ya, ya; con botas negras, el fusil y las gorras, que eran como platos, de azul con cinta blanca. Y por aquella puerta, según contaban los espías del enemigo –siempre rojos- entraba el marinero-repostero, que era vasco (los vascos, incluidos los gudaris, siempre fueron reposteros), y que llevaba a la cocina de la Jefatura armada las mejores merluzas de la Rula vecina, con intervención preceptiva del dueño del restaurante La Botica, de mucha fama e influencia entonces.    

 


El Comandante, don Federico, marino laureado, esposo de doña Concha, dirigía el llamado “Correr la milla”, que era prueba oficial y preceptiva sobre velocidad y combustible del nuevo buque, botado y ya en la dársena portuaria, antes de su entrega al naviero.  Nada, pues, que ver con otras corridas, ni siquiera las taurinas, de tanta polémica. A dicho efecto, la cóncava nave, como la de los aqueos de Homero, recorría la llamada milla, entre el Cerro de Santa Catalina y el caserón, en el otro lado, de Rosario Acuña. Era natural que ante tal evento náutico, las ninfas y demás divinidades marinas, incluida Venus, se excitaran, vestidas con púrpuras de los mares.

 

Como aquellas pruebas coincidían con la hora de comer, en el buque a estrenar se almorzaba de manera opípara, a base de exquisitos productos, ensaladillas nacionales y pimientos colorados, de Navarra, además de variedad de moluscos y peces -lo de ensaladilla rusa y pimientos rojos no se consideraba apropiado, por razones políticas, en un buque nacional-. El problema estaba en que los paladares y las papilas, las pituitarias y todo lo palatal en general, después de lo de las sardinas “bexigonas” y las “rellenes”, estaban como atrofiados, por lo que el apetito y el gusto no venían de arriba, sino de abajo, no de la boca sino de la barriga, la de las groseras ganas de comer. 

 

 


Mientras las autoridades marítimas controlaban la velocidad y el consumo del combustible del nuevo buque, yo meditaba, esperando despegar de un momento a otro, creyendo lo del poeta Rimbaud: El mar que se fue en pos del sol, imaginándome al mar, volando, para subir a cortejar al Sol. Y con el cinturón puesto por si acaso, divisé en la orilla, en la zona de los merenderos, al “Bella Vista”, que tanto contemplaba paseando por el Muro. Un real Bella Vista, el de Germán y el de Estrella, entonces, grandes trabajadores, y el de “Germanín” luego, y hoy lugar de ocio y negocio del gijonés Grupo Gavia. Y un imaginario Bella Vista que traía al recuerdo paseos por los elegantes y románticos BelleVue, de mucho juego, de Biarritz o de Mónaco, luciendo las damas veraneantes unas pamelas amarillas -nunca tocas o mantillas de monjas-, descendiendo de un negro Rolls-Royce. 


 

Y desde el buque en pruebas, más cerca del Sanatorio Marítimo, se podía atisbar, desde la lejanía, otro merendero…

 

FOTOS DEL AUTOR


Los artículos publicados en LA NUEVA ESPAÑA pueden leerse en el diario, previo pago por suscripción, o en este blog, de forma gratuita.

     

miércoles, 13 de abril de 2022

LANCHAS DE SALVAMENTO DE GIJÓN, artículo de ÁNGEL AZNÁREZ ( publicado en "La Nueva España", 5/02/2022)



En Radio Asturias, la de los Toyos Gallinal, en las noches de los

domingos, se oía un programa deportivo. Se escuchaban los “punterazos”

de Ricardo Vázquez Prada, el de Región y el de la Pola, con truenos y

centellas y como con corneta cuartelera. No sé si los “punterazos” salían

del “Oviedín” o del “yin”, o del “Oviedón” o del “yang” –siempre, por

supuesto, desde el alma-. La historia de Oviedo, civil o incivil, lo demostró;

fue dual, unas veces muy del “yin” y otras muy del “yang”. Y en aquella

Radio, también, se podían oír crónicas suaves de otro radiofonista, éste

avilesino y gijonés, don Daniel Arbesú, buena persona en todas las

ocasiones, de más vista larga que de paso que era muy corto; de rezos

matinales en la Iglesiona, y hasta novelador de la Guerra Civil, con final

imposible, pues los combatientes, fratricidas, se abrazaban.


De don Daniel Arbesú me acuerdo porque sí; también porque en

aquel programa de radio y en otros se decía Y más al Norte está Gijón, lo

que me recuerdan hoy los botarates de esa sociedad, que llaman Gijón al

Norte, que, al parecer, mira contemplando lo intermodal y los inútiles

túneles húmedos. Es muy gijonés eso de hojear el feo nudo o embrollo del

ombligo y permanecer así pasmado/a, viendo la roña acumulada. Y si de lo

que se trata es de construir una estación ferroviaria, la obra puede durar

siglos. Lo de derribar una estación, tal como ya se comprobó, puede ser

asunto breve, de horas o de minutos, si los dineros se muestran encima de

la mesa.


Lo del Muselón se hizo en plazo razonable, y eso que era una obra

de gigantes, de cíclopes intocables, más con tres ojos que con uno, como

Polifemo o como Florentino. Por eso al Musel se le añadió ese aumentativo

tan gijonés terminado en “on”: el Muselón, como el Molinón en masculino,

o la Escalerona en femenino. Gijón, aunque a ciegas camine o lo piloten

con ceguera y sordera, siempre tiene un norte, que es el mar/la mar,

siempre el mismo y siempre diferente. Me dijeron que, por sus colores y

colorido, incluido el de las variopintas casetas playeras, Gijón fue más

hembra que varón y fue llamada “Capital de la Costa verde”.



Antes, el color del mar era el del cielo, su reflejo: gris si había nubes

o azul si no las había. Ahora el mar de Gijón tiene muchas veces el color

del café con leche o chocolatoso, no el del cielo, gris o azul, sino el de las

alcantarillas. Antes las aguas olían a mar, a algas, a perfumes azules y

verdes, y ahora a porquerías según los surfistas. Y en las rocas de los

extremos de la Bahía, junto a la Iglesia de San Pedro y junto al Sanatorio

Marítimo, había hasta marisqueo de cangrejos.

Desde la calle Jovellanos, la de la Iglesiona, se llegaba a los

frondosos Jardines del Náutico con faro alto; eran como de colonia

iberoamericana, destrozados por esa estupidez, muy de concejal ignorante

de Gijón, que siempre creyó que lo bueno y bonito, había que derribarlo.

El espectáculo del Muro de San Lorenzo, desde el Náutico, era de fiesta. La

bandera “pelaya” en la Escalerona, y las otras banderas por el Muro

jugaban con el viento marino como si bailasen; las galleteras y barquilleras,

con sus colorados bombos, estaban en su sitio, bien sentadas, junto a La

Escalerona, ofreciendo su rubia mercancía y de sabor a canela. Los dos

carritos de helados, el de Verdú y el de Los Valencianos, allí permanecían

vendiendo vainillas y natas frías, en cortes, a dos pesetas.


A la izquierda del Náutico, en la escalera primera, vigilaba el

“Boya”, que, con presencia y guapura de cara, asustaba hasta los náufragos;

y a la derecha se veía el “Martillo de Capua”, donde curaba todas las

dolencias el célebre doctor Hurlé Velasco. Más lejos se podían ver el

“sombrerazo” del México Lindo, las blancas pérgolas de cemento y el

carrito frío de Los Dos Hermanos.

Y todo lo presidía la “lancha de Salvamento” que estaba, como

sentada, en el centro de la Bahía, quieta y vigilante, con su visible

chimenea y bandera, pintada la lancha entre azul y gris, color muy de barco

de la Armada. Supe pronto que era de Salvamento y de Naufragios. Me

aseguraron que Higinio, el de Salvamento, era su patrón, siendo del caso no

haber visto a Higinio jamás en la lancha y si, con prismáticos y con un

artefacto de Walki-talkie, disertando en lo más alto de una escalera blanca,

en las inmediaciones de la Escalera 12, sobre todo lo divino y humano. Allí

subido, entre casetas de tela, no de maderas, Higinio era como Aristóteles

en su Liceo, explicándolo todo, con su cara morena y sus piernas cortas y

colgantes.

La “lancha de Salvamento” estaba rodeada de velas blancas, que

parecían pétalos o capullos de rosas blancas en el mes de María; eran las

velas de los snipes, del Club, el de las Regatas. Ver a un marinero del Club,

en lancha de remos, arrastrar los snipes, para subirlos a tierra, concluida la


regata, podía ser de congoja bajando la marea, pues parecía que se iban a

hacer añicos los barquitos por las duras y cercanas rocas. Al lado del

paredón de los pelotaris gijoneses, limpiando barquitos y velas, estaban

veteranos regatistas, como el ginecólogo Manuel Guerra Asorey, el de

partos a miles en el Sanatorio de Begoña, con ayuda de la comadrona, de

humores serios y sin cachondeos, Maribel Trabanco. Guerra, por la

explanada del Club, se movía como “metido en sí” y como pidiendo

disculpas al suelo por pisarlo. Veteranos regatistas eran Miguel Ángel

Fanjul Calleja, que aún se pasea por la Plazuela, y José Fernández Guerra e

hijos, dos.

Los últimos me hacen recordar a aquella mujer, de ojos azules como

zafiros y de pestañas tiesas como persianas, que se llamó Pepa Osorio,

pintora con arte y mujer brava; la veo bajar, vestida con túnica azul o con

blusones holgados y sombrero colorado, camino del vestuario de mujeres,

cerca de la piscina, en el Regatas. Otros de los regatistas de snipes, más

contemporáneos, eran los Martínez de Azcoitia, Tono y Manolo, Alejandro

Nespral, Toño Castaño, los Paquet y Teleña, entre otros.

Y arriba, en el salón, se celebraban en las tardes-noches, los “Te-

Bailes”, con animación a cargo de excelentes grupos locales, que aparecen

en el estupendo libro de Luis Miguel Piñera Pop Playu, los conjuntos

músico-vocales en la década 1960. Recuerdo a músicos que en sus ratos

libres hacían música y en los no libres de todo, caso del grupo Zoreda,

dirigido por Isidro, el bombero. Lo de bailar fue moda global; también de

Oviedo, pues los ovetenses, unos pocos, bailaban en el Club de Tenis, y el

resto en los bajos del Teatro Filarmónica, en la Sala Alaska. Músicas por

doquier, de conjuntos, muy de moda, como Los A-Dos y los bajitos de Los

Surfs, los del “Tú serás mi Baby”.

La moda de las matinées y de las soirées, de baile, parecía muy

francesa, aunque faltaran las vedettes, con faldas cortas, pues a medida

que el baile era más agarrado, las faldas de ellas, por abajo, parecían

crecer.

FOTOS DEL AUTOR