Esta historia trata de cómo una pobre chica Buylla desperdició un verano de ostras con champán. Era yo a la sazón una paleta gijonesa de dieciocho años que nunca había salido de casa, pero mis padres decidieron que tenía que aprender francés. Cuando digo mis padres, me refiero a mi padre, porque mi madre estaba horrorizada enumerando los terribles peligros que podían acecharme, a lo que mi padre aducía que era una idiotez, que yo estaba suficientemente preparada para andar por el mundo y que como creía que yo era de lo más inteligente que paseaba por Gijón, tenía que aprender francés ya.
Así que me organizaron un intercambio con una familia muy distinguida de Burdeos, con tan mala suerte que la chica francesa vino a Gijón al mismo tiempo que yo estuve allí. Para ella no fue un problema porque salió con mis hermanas y fue a todas las fiestas, pero para mí fue más difícil porque la única persona joven que había en la casa tenía doce años. Por supuesto, yo no quería salir con ella y sus amigos, que se reían de mí a mandíbula batiente y a los que no entendía nada. Aguanté unos días, pero después me planté y me quedaba en casa, que estaba en la misma playa.
La distinguida familia vivía en un maravilloso piso antiguo en el centro de Burdeos y pasaba el verano en una casa situada en el Bassin d'Arcachon. Desde las escaleras se bajaba directamente a la playa. Hubiera sido un sueño si yo hubiera estado preparada para lo que iba a encontrar; pero no lo estaba, yo creía que pasaría como aquí, que todo el mundo se despepitaba por las francesas y las agasajaba sin parar. Para mi desgracia, nadie me hacía ni caso. Para empezar, durante los primeros quince días no entendía nada, así que se acostumbraron a verme como un convidado de piedra, sentada en una esquina con sonrisa de boba perenne sin decir nada; luego ya lo entendía todo, pero la idea que tenían de mí cambió poco.
Los chicos hacían poco caso a las españolas, nos consideraban unas mojigatas aburridas y en mi caso tenían razón: venía directamente de un colegio de monjas en donde me habían convencido de que era templo del Espíritu Santo, ¡qué martirio! Yo tenía mis dudas, pero por si acaso no dejaba que me tocase nadie. Vaya desperdicio el mío.
El Bassin d'Arcachon es un sitio precioso, tenían un barco e íbamos a navegar. A mí me gustaba mucho, hasta que un día me fui a navegar con la niña de doce años y sus amigos y nos tiramos al mar a nadar: me encantó la experiencia, pero cuando intentamos subir a bordo, descubro con horror que no hay escalerilla; ellos subían como gamos, pero yo, que soy más bien patosa, no podía... tuvieron que ayudarme entre todos y como estaban riéndose sin parar, me tiraron cuarenta veces, fue la broma de la semana.
Las comidas eran interminables, no es que comieran mucho, se comía poco pero despacito y todo muy sano, un buen rato para la lechuga (la salade), otro buen rato para un «petit morceau de fromage», otro para la fruta y así sucesivamente, todo regado con mucha charla y mucho vino. Yo, ni lo uno ni lo otro.
Estando en el país de las ostras, se comían bastantes veces ostras regadas con buen champán francés. Yo no participaba, me horrorizan las ostras y soy abstemia. No lo podían entender y cada vez me consideraban más rara y más paleta.
Yo, cada vez más desesperada de mi triste sino, acabé haciéndome íntima de la muchacha (la bonne), que era de Moreda, con lo cual aprendí bable que era un primor. Me iba a la cocina a comer bocadillos de salchichón ¡qué estulticia la mía! Y algún domingo que otro salí con ella y sus amigas, que contaban unas historias tan truculentas que me dejaban muerta de miedo para una temporada. La ventana de mi habitación no cerraba bien, por lo que me pasaba las noches en vela pensando en los horrores que me contaban mis nuevas amigas.
Un matrimonio amigo de la familia que eran encantadores me invitó a pasar un fin de semana en Dax e ir a una corrida de toros de El Cordobés. Para entonces yo ya había aprendido, así que no les dije que no me gustaban los toros y que las ostras con champán no eran mi comida favorita, y me divertí mucho aquellos días.
Al final el resultado del verano no fue tan desastroso, aprendí francés y bable, y comprendí que hay maneras de vivir muy diferentes pero todas respetables y que hay que intentar adaptarse. Lo mejor es prepararse para saber lo que te vas a encontrar y estar dispuesto a abrirse a nuevas experiencias y nuevas gentes.
Yo lo había leído en el periódico. No sé, yo que también soy una palurdilla y aún no perdí "el pelo de la dehesa" pues... nada, prefiero una cola de pescadilla que tantas ostras. Por cierto, hay un criadero de esos moluscos en la Ría del Eo. Y en lugar de champañe, agua del grifo.
ResponderEliminarEstos franceses... tan refinados, y luego se mueren por unas judías con jamón o unas sardinas a la plancha o una fabada que no tiene nada que ver con una cosa que hacen ellos de alubias y no sé qué más.
Para mí, todas las nuevas experiencias que se quieran, pero luego, comer, lo que se dice, comer, lo de siempre y nuestro.