lunes, 4 de junio de 2012

"DON RAMIRO FERNÁNDEZ (PSICOESTETA), artículo del notario ÁNGEL AZNÁREZ


LA NUEVA ESPAÑA inicia hoy «Ropa tendida», una nueva serie de artículos del notario ovetense Ángel Aznárez, en los que repasará con tono distendido y jovial el «Oviedín del alma», el actual y el que conoció en otros tiempos. El relato es de temática abierta, lo mismo un personaje, que un acontecimiento, que una anécdota, que una calle, y carece de periodicidad determinada, depende de lo que dicten los flautistas de la memoria. Esta primera entrega, tomando la moderna peluquería como pretexto, es un recorrido por lo dionisiaco y por lo apolíneo, por la filosófica conversación en torno a un sillón de barbería.


Publicado en LA NUEVA ESPAÑA (3/06/2012)
                                 
El cabello es de naturaleza vegetal, más que animal.
                                                                       Die Ästhetik de HEGEL
                                                                                   

            Don Ramiro Fernández, peluquero y psicoesteta, en reciente conferencia según leí esta misma semana en La Nueva España, dijo lo siguiente: “el peluquero del futuro debe tener conocimientos médicos, de dermatología, química, idiomas, psicoestética y de economía”. Antes de entrar en el meollo del asunto, procede hacer un previo exordio a modo de preámbulo, teniendo en cuenta que la frase entrecomillada fue pronunciada con solemnidad, en un auditorio de colegas de profesión, muy entregados, y que a más de uno se le debieron poner de punta los cabelludos pelos, ya de por sí muy tiesos 

            A don Ramiro Fernández le tengo aprecio y respeto; es doblemente compañero pues compartimos pan y panchón en la fiesta de “Los Humanitarios” de Moreda por San Martín. No obstante eso y su excelencia acreditada, no es mi peluquero de cabecera por dos razones. La primera, larga de explicar, porque al vivir en Gijón –los ovetenses de toda la vida y los mejores, no vivimos ya en Oviedo- es llegar a la sala de operaciones de don Ramiro, en la calle del Arquitecto Reguera, aparcado el vehículo en la de Don Ventura y padecer todo tipo de desventuras por culpa del Comisario Principal y Jefe de la Policía Local (seguramente también por los comisarios accesorios y subjefes), que me saetean con multas, a pares. Ahora estoy, cual mosca en tela de araña, en uno de esos enredos que la jerga administrativa denomina recursos de alzada, y que yo denomino “vaqueiros” (los recursos), omitiendo detalles para evitar a los lectores y lectoras mareos por mucho intríngulis.
Foto tomada en Méjico por el autor

            La segunda razón por la que don Ramiro no me rapa -tiene nombre de Rey del “Asturorum Regnum, esposo de doña Urraca-, es que, colocado yo en la silla barbera y enfundado con una sábana a modo de babero, ambos, nos ponemos a filosofar sobre Psicoestética, con tan elevada y sublime abstracción teórica, que él se olvida de cortarme el pelo y yo no me dejo. Como ejemplo de ello, narro a continuación parte de nuestra última disquisición psicoestética, de la que sin duda se acordará don Ramiro:  debatiendo sobre la calvicie, le aconsejé que a los calvos, a los que le caen bien, los consuele con aquello de:”En las grandes autopistas nunca y jamás crece la hierba”; y que a los calvos, calvos como peladillas, a los que le caen mal, les incordie con lo de  “Tiene usted el mismo problema que los árboles, que empezaron a secarse por la copa”. Y todo ello –le añadí- siempre dicho con la mejor técnica, que es la que no se nota ni estriñe.

            Es sabido que todas las ciencias que empiezan por PSY (Psicología, Psicoanalisis, Psiquiatria), son ciencias de parlamento, cháchara y de bla, bla y bla. La Pscoestética también, y desde muy antiguo. Contó una vez el cineasta Rafael Azcona a escritor y galerista Manuel Vicent que los peluqueros de antes, siempre avisaban al cliente, informándole que el precio del corte de pelo variaba según fuera sin o con conversación, y que en esta última modalidad, el silencio sería obligado en el único y preciso momento en que el maestro rapador o rapista ha de agarrar la nariz del postrado, tirando suavemente de ella hacia arriba, para dejar muy perfilado y afilado, con el instrumento de la navaja barbera, el bigote o bigotazo, o la barba de chivo si colgase.
Foto tomada en Méjico por el autor

Por ser don Ramiro casi un angel, aunque esconde un genio de demonios, me gusta frecuentarlo. Tengo, pues, que fastidiarme, resignándome a que mis acicalamientos peludos, que tanto necesito, sean en la Villa del Prócer (Jovellanos), también muy peludo según pintura goyesca. Hay, más aún, otra razón de frustración importante: para llegar a don Ramiro hay que bajar unas escaleras que me evocan otros descensos, de un sabor especial. Es como entrar en una bodega de Castilla o León para comer guisos de conejo o bacalao nadando en aceite, todo regado con vino de Cacabelos. Es también como otras bajadas, en tiempos adolescentes, para jugar en los billares de la Juventud del Carmelo, en un sótano de la calle Santa Cruz, junto a “Almacenes Generales”, cubiertas las paredes con escapularios y estampas del milagroso Niño Jesús de Praga, que entonces lo era.

Don Ramiro, que es un caballero, nunca me reprochó que, en mis “Crónicas de la calle Campomanes”, sólo escribiera de don Arturo Calzón, sentado junto a la estufa butanera y mirando a las dos filas de sus peluqueros asalariados, a derecha e izquierda (cinco por fila) y dos al fondo, y de Pepe, el peluquero de Campomanes, de estatura y formas de tonelete o barrica. De don Ramiro nada podía escribir, pues, cuando él era aprendiz en la calle Rosal, yo sólo miraba al fotógrafo Dolsé y al tranvía amarillo que bajando llegaba hasta La Argañosa y que subiendo llegaba a San Lázaro, siempre corriendo como un jabato (el tranvía, el tranvía, no yo).

Yendo ya al meollo de la cuestión, digamos que tal vez a muchos, la visión de don Ramiro de que los peluqueros en el futuro han de saber de Medicina, Dermatología, Química, idiomas, psicoestética y de Economía, les parecerá exagerado. Yo, por el contrario, estoy muy de acuerdo con don Ramiro, que creo se queda corto, pues añadiría a aquellas ciencias otras muchas necesarias para el oficio peluqueril, como las Sagradas Escrituras, por lo de Sansón y lo de las mujeres rapadas de San Pablo; también añadiría la Criminología y el Derecho Penal (delito de atraco), e incluso la Astrología, que es ciencia de brujería. Repárese que en el arte de la peluquería, una cosa es el sencillo descabello y otras más complejas son los implantes o prótesis, los trasplantes y las “endodoncias” de cuero cabelludo y cabezudo, con varios tipos de postizos y/o añadidos, con sofisticados adornos, tintes y pegamentos muy variados de potencia. Me cuentan que ahora vuelven a estar de modo los moños para caballeros, incluso los pequeños, denominados “de castaña”, que unos los colocan arriba, en el copete, y otros más abajo, como toreros.

Pero a don Ramiro Fernández no le puedo dar la razón en todo. En el discurso del último homenaje ¡le dan tantos y los acepta todos! dijo lo siguiente: “La edad se mide por la frescura del corazón”. No, don Ramiro, no; usted, en esto, es optimista; quizá trata de consolarse, pues cree tener un corazón fresco, muy fresco, luego ser de poca edad. Tener en general frescura puede ser útil para prosperar en esta suciedad (quiero escribir sociedad), pero eso nada, nada tiene que ver con la edad: un viejo fresco es un viejo y punto. Cuestión aparte es que los que son de naturaleza calientes, que todo lo tienen caliente, incluso el músculo cardíaco, que eso es el corazón, son más propensos a infartar que los que todo lo tienen frío, incluido el corazón. Una buena terapia es procurarse enfriar todo, todo (la frioterapia), la cual es más cómoda que tener que extraer el corazón y ponerlo en la fresquera de la galería o tener que meterlo en el frigorífico, que, a ciertas edades, se puede confundir con el friegaplatos.

Don Ramiro es de Moreda, moredano o moredense, aunque nacido en Nembra. Es como todos los de ese lugar telúrico, tectónico y volcánico, absorbiendo como una uva de majuelo o de parra todos los sabores de esa tierra. Por eso, don Ramiro es de Dionisos, báquico, no de Apolo o apolíneo, que tanto le gustaría. Además, un apolíneo jamás llevará en el dedo meñique una sortija de oro y brillantes. Y es que los de Moreda son así. Ya lo dijo Hegel.







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