PARA AURO |
Tengo un amigo sufriendo, pasando lo peores momentos de su
vida. Su mujer está a punto de irse. Ella se va y el se muere, se muere de
pena. Permanece desde el lunes al lado de su cama en el hospital, sin saber qué
hacer, sin encontrar razón a esa sinrazón que es dejar la vida con 47 años. Yo
no puedo hacer nada, nadie puede, pero ni tan siquiera sé qué decirle. Conozco,
por desgracia, la situación y no hay palabras, no hay nada ni nadie que pueda
entender ese inmenso dolor. ¿Qué haré
sin ella?, me decía por teléfono. ¿Cómo voy a sobrevivir? Fue –es- lo mejor de
mi vida, me repetía con voz entrecortada, con silencios prolongados que
esperaban una respuesta: mi respuesta. No la tuve, no pude decirle nada.
Otra persona posiblemente le hubiese recomendado rezar, tampoco eso le
he dicho. ¿Rezar?, para pedir qué. ¿Un milagro? Los dos sabemos que no habrá
milagro. El milagro era su vida feliz, el inmenso amor que se profesan –Auro
aún está ahí-, la suerte de haber vivido ocho años juntos. Tardé mucho en
encontrarla y sólo pudimos estar juntos ocho años, me dijo, añadiendo un
desgarrado por qué de dolor. No tengo respuestas, ni consuelo. Nada que pueda
aliviar su inmensa pena. Como él sólo tengo reproches hacia esa injusticia que
es morir tan joven, romper una de las parejas más felices que he visto en mi
vida. Nunca proyectaban nada el uno sin el otro. He sido testigo de muchos
proyectos en común, de muchas complicidades. No sé por qué escribo esto, no sé
por qué hago público su dolor, que también es el mío, pero es que tenía que
decirlo, tenía que decir públicamente que una de las parejas más felices que
conozco, esa a la que yo me hubiese querido parecer, ahora se rompe por lo único
que podía aniquilarla: una terrible enfermedad.
Lo único que podemos hacer es que sepa que estamos aquí. Cuando el dolor aniquila de esa forma, no hay palabras ni gestos. Uno está solo siempre. En esos versos, en su lectura, es en lo único que podemos enviarle nuestro afecto.
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