Dicen quienes me conocen que ando triste. Tal vez tengan algo de
razón. Yo, por mi parte, siento que una extraña enfermedad planea sobre mi
cabeza. No sé muy bien si ésta –la enfermedad- va del cuerpo al alma o
viceversa. El caso es que no me encuentro
bien. Ni hallo justificación
entendible para que mi aspecto se muestre tan resentido. Razones para ser feliz no me faltan. El simple hecho de ver a mis hijos
contentos tendría que ser suficiente para que se iluminara mi mirada. Creo que a lo único que aspira esta mujer que soy, traqueteada por el paso del tiempo –como todos, por otra
parte-, es a ver a sus hijos vivir independientes y en libertad. Privilegio que me ha sido concedido con creces. Casi
nada. Pero, egoísta que es el ser humano,
la apariencia de mi físico –aquello que detectan los demás en mí- parece
que dice lo contrario. Supongo que habla mi cara, que hablan mis ojos, mi
caminar cansino, mis silencios…. Todo parlotea por mí. Posiblemente haya comenzado
el declive, tal vez mis días estén ya contados. No importa, ya he tenido una
vida, y de ella el fruto maravilloso de un hijo que hoy es feliz con su propia
familia. No tengo derecho a pedir nada más. Por eso me siento culpable por esa tristeza que no quisiera transmitir. Creo que no hay nada más
hermoso que la alegría, y en recuperarla ando. Siempre, claro está, que mi
viejo armazón y mi complicada cabeza me lo permitan. Sé que la parte del camino
que me queda por hacer es el más difícil, y la que mayor esfuerzo requiere,
pero en ello estoy.
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