(Artículo exclusivo para el blog Las mil caras de mi ciudad)
Hay novelas que
no dan mucho de lo que anuncian en su rótulo principal, pero otras sí. Es lo
que sucede con Suso y la música (1990), de la
que ya hablé aquí y a la que ahora vuelvo nuevamente, en la que José León Delestal
pone sus oídos al servicio de la historia que refiere.
La música
aflora por los cuatro costados en una obra como ésta, al tratarse de la
debilidad (o «manía») del protagonista, un
disminuido psíquico, y siendo como era Delestal un melómano de primera clase. A
la hora de comparar la ausencia de luces en el recién nacido, anota el ciañés
que el llanto de Suso en su venida al mundo era «como
una melodía de flauta a la que le faltaran los res o los mis», y que «sonaba a campanilla abollada». Reproduce las añadas
regionales que las madres tararean a su retoño como «conjuro
contra las adversidades que pueden acecharle en la vida» y recuerda los
bailes al son del tambor y la gaita en las romerías o el rito ancestral de la
danza prima. En un momento dado, Delestal, erigiéndose en portavoz de Suso, nos
regala una deliciosa definición del arte musical: «Aquella
cosa que andaba por el aire, como una bandada de pájaros invisibles y cantores,
y que era y no era de un sabor a caramelo y a sol en el invierno, y de un olor
a aquel jabón que su madre metía en el arca, entre la ropa blanca, para que
oliera bien». En otro lugar, el niño cojo Raúl, convertido de mayor en
concejal, declara que la música es «lo más bello que
ha creado el hombre».
Son múltiples
los aspectos de la novela que remiten al mundo sonoro: el zumbido de la peonza
le suena a Suso «al runruneo del fagot»; las
risas infantiles se perciben como «el concierto de
carcajadas niñas, cristalinas, atipladas»; a propósito de la voz de una
muchacha que tuvo una tarde una especial deferencia con Suso, se afirma que
poseía un «timbre acariciante» y que «afrontaba todas las notas con soltura y gallardía»;
respecto a un comerciante al que hace recados, a Suso le agradaba sobremanera
de éste su voz porque tenía «un deje de música amable»;
para hacer ver que una aventura se disipa rápido el narrador declara que «duró menos que una semifusa», etc. Al acercarse
hasta la mar, Suso identifica el bramido y relajación de las olas con dos
instrumentos, bombo y platillos: «Decía “bombo”
cuando las olas, en un tropel de toros embravecidos, embestían a testarazo
limpio contra el acantilado», mientras que hablaba de platillos cuando «las olas, deshechas en un bisbiseo alto y espumante,
retrocedían»...
Suso
y la música está trufada de onomatopeyas en las que se reproduce el
sonido que emiten objetos de la más variada índole: «–Tasss...
tasss... –sonaba la pistola que llamábamos de restallones (...). –¡Turú...
turutú...! –tocaba la trompeta de hojalata (...). –¡Ram... ram... retaplán...!
–tronaba el tambor de Falo», se lee cuando se hace el muestrario de los
regalos de Reyes. Sobre el característico traqueteo del ferrocarril escribe
Delestal que «las ruedas cantaban su “tran, tran,
tran, tran” entre junta y junta de rieles». Y a fin de ilustrar el
aceleramiento del corazón de Suso por el ejercicio físico, apunta que «le hacía dentro ¡pom pom! ¡pom pom! como cuando, en la
Banda, el músico del bombo daba con el mazo acompasadamente en el parche tenso».
Incluso cuando precisa fijar el espanto de la guerra, el autor recurre a una
imagen auditiva: «Fue un sonido como de muchas
toneladas de carbón rodando por las tolvas inclinadas para alimentar el fuego
de los altos hornos». Y piensa emocionado Delestal en lo satisfactorio
que sería el que los acordes musicales apagasen «el
cañoneo que venía de lejos».
No hay comentarios:
Publicar un comentario