Vivencias de anteriores tiempos
Concluimos el anterior, el número 14, recordando a Palmeirim de Inglaterra, inspiración del Quijote. En verdad, Palmeirim fue portugués como lo fue don Luis de Camoes, autor de Os Luisiadas, epopeya que pudo ser española, como el oloroso queso manchego, por ser de “cosas” tan castizas como la fe y el imperio. Y entre autoridades militares y civiles de mucha fe y con añoranzas imperiales, que creían en lo de Covadonga y en lo del godo Pelayo, el barco en pruebas, “Corriendo la milla”, se acercaba al cerro de Rosario Acuña, viéndose desde la Bahía navegable el Bella Vista y el Sanatorio Marítimo, pero antes estaba La Florida, ya entonces esquelética de ladrillos, y teniendo detrás campos de berzas, de berceros o de verduleros.
La Florida era merendero de mucha sidra, con asientos y mesas de cemento, de tapias o muretes viejos, como de cementerios abandonados, que helaban las tortillas, las empanadas y los dados del parchís. Siempre creí que para apreciar la belleza de lo que sea, no debe uno acercarse mucho; por ello, el Bella Vista, desde lejos, recordaba a lugares de glamour, y de cerca La Floridaera probe; de lejos parecía tener lujosos mármoles como los de la Villa de Adriano, el Emperador. Lo que de lejos puede ser una atractiva mancha o peca graciosa, de cerca puede ser un lunar peludo.
Siempre recordaré allí, en La Florida, a María Lourdes Molina Fano, jefa y señora, repartiendo instrucciones, y prima de otra Lourdes, la profesora, también apellidaba Fano (Lourdes Fano López), siendo ambas, como contaré después, muy importantes: Fano se apellidaba, de segundo, la primera María Lourdes y Fano se apellidaba, de primero, la segunda María Lourdes. Señalo con mucha pena que ambas ya fallecieron y que la memoria, que es lo que queda, también llamada “la recordadora”, puede ser y es una palabra (Mnemósine), cálida como un bebé rosa, si se la guarda con caricias y cuidados.
En aquel tiempo, María Lourdes Molina Fano vivía en Oviedo, en la calle Muñoz Degraín, aunque nacida en Gijón y casada con José Ramón Fernández Cuevas, y teniendo, en condición de empleada del hogar, a una burgalesa, llamada Adela, que preparaba insuperables “cola/caos” con rosquillas de monjas a chavales con pantalones cortos. María Lourdes era mujer de letras y de números, reinando sentada junto a su mueble secreter, recordaba la homérica diosa Circe ante el telar, ayudando a su esposo, don José Ramón F.C. Y fue ella la que un verano tuvo la ocurrencia de que fuera su prima, mi profesora implacable, Lourdes Amelia, en Gijón, que daba clases en la calle Magnus Blikstad, la que me espantara las musarañas, asombros y despistes que tanto me asediaban, y que los frailes, rezadores al Beato Marcelino Champagnat, ni podían ni sabían.
La “academia” de Lourdes Amelia Fano estaba en el segundo piso de aquella calle (Magnus Blikstad) números 25 y 27, con una placa en el portal en la que se podía leer: “Instituto Nacional de la Vivienda”. Los alumnos y alumnas esperábamos, junto al portal, la llegada de la temida hora de comenzar la clase. En aquellos grupos había de todo: unas, que ya tenían novio formal, que lo más que tocaban era la cola de los pianos y llevaban como “misalitos” con tapas de nácar; otros hablaban de la actuación de Mari Trini, la de boca torcida, en El Jardín, el fin de semana; las restantes, como Elisa y su hermana, beldades siempre, junto a otras, de tobillos muy finos, presumían del propósito de su papá de llevarlas a la Opera, en el Teatro Jovellanos de Gijón, que entonces era casi como El Campoamor de Oviedo, sin necesidad de Divertia. ¡Qué importantes son los tobillos finos!
La profesora Fano vivió siempre en aquella “casa-escuela”, no habiendo constancia de su voluntad de querer ir a vivir a Somió como tantas, de cementerio horroroso y encajonado, ni de haber adquirido derechos para el enterramiento en Deva, en su húmedo cementerio, cercano al merendero El Cruce, de tortillas excelentes. La Academia, en Magnus Blikstad, sin tarima o pizarra, era un salón enorme que miraba al patio de luces y a la cocina del otro piso en la misma planta; el domicilio de doña Lourdes era el otro segundo, el izquierda, viéndose aparecer de vez en cuando, en la cocina, a sus padres y al marido, el siempre bueno, paciente e ingeniero Pepe Campomanes.
Dado que las musarañas me continuaban asediando, me colocó, preferentemente, la profesora a su lado; pero nada, no había manera, y entonces la nueva distracción, acompañada de fascinación, fue el ruido, como de serpiente sibilina, de la estilográfica de oro, una Parker, que rasgaba o arañaba, como garabateando, el folio en blanco en el que Doña Lourdes dibujaba y explicaba la hipotenusa y los dos catetos del teorema célebre de Pitágoras. Y la fascinación y atrofia debieron ser tantas e intensas, que desperté al ser abroncado por ella muy enfadada, que hasta las tontas, muy tontas, allí presentes se rieron, y los espejos de mi Narciso hicieron trizas.
El caso fue que desperté, escapando en estampida las musarañas tan entretenidas, que parecidos debieron ser los cantos de las Sirenas tentadoras del Ulises. Y si a éste tuvieron que atar a un mástil para salvarlo, a mí aquella estrepitosa riña, fue la salvación, pues, a partir de entonces, aprendí y no paré hasta hoy. Bajaba diariamente desde El Coto, de casa de la primera Lourdes y de su hermano Roberto, esposo de Marina, donde estaba acogido, a recibir lecciones de la otra Lourdes, en la calle Magnus Blisktad. Siempre, al pasar por la calle Dindurra, cerca de Santa Doradía, junto a la Panadería Perales, de un entresuelo salían a la vía pública humaredas, con olor a fritura de sardinas que, al preguntar cuál era el otro plato de comida, una señora allí asomada, entre humos como nubes y con un mandil gris, respondía orgullosa: ¡”Fréjoles, fréjoles, unos blancos y otros verdes”, que son de temporada”!
Siempre me sorprendió la preocupación en vida de muchos buscando nicho o sepultura para el descanso eterno. ¡Qué obsesión en vida con lo inmobliario y que obsesión en muerte con lo mismo! No me extraña que personas propensas a la claustrofobia, se congestionen al comprar o arrendar estrechos nichos para colocar cajas de madera barata con ellos o ellas dentro; unas cajas mortuorias que en Oviedo eran muy visibles en las funerarias de la Corrada del Obispo, de las calles Rúa y Cabo Noval. Viendo eso, comprendí lo de “fúnebres”, pero nunca lo de “pompas”. Y en estas conocí en Gijón, muchos años después de lo de las Lourdes, tan queridas, a otro Fano, a Tino, primo de las anteriores, muy diferente, pero también muy Fano.
Tino Fano, con apariencia de melancólico y elegíaco, y bueno en verdad, al igual que sus primas, siempre fue y es persona amable, casi dulce, aunque muy exigente y sin cachondeos en lo importante. La enseñanza de las dos Lourdes me dejó huella, y el conocimiento muchos años después de Tino Fano, tan parecido, me ayudó a que nunca, jamás, las olvidara, lo cual es motivo de agradecimiento. Y que así conste.
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El próximo artículo, el 16, se publicará aquí, el 28 de mayo, titulado “En Gijón, desde El Muselín a los Jardines de la Reina”.
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