A los que un día anduvieron por estos solares quiero dedicarles el
recuerdo por todas aquellas infamias. Trabajaban de día y de noche por un
salario de miseria, que en los primeros tiempos era de dos reales menos perrina,
y setenta años después, cuando yo conocí el invento, tampoco alcanzaba para
vivir. Salían los zuecos ardiendo del desmoldeado de la era; ardían las pestañas
cuando había que acercarse a los barriletes; estallaba la cabeza con el
traqueteo de las máquinas de hacer puntas; se deslomaban los que tenían que
voltear los tochos con palancas o arrastrar los perfiles a mano; toreaban los
alambres los laminadores y dobladores, hasta que alguno resultaba atravesado, y
aunque todo aquello era lo peor, más los que se electrocutaban, se gaseaban o se
caían de las alturas, también en los cuartuchos llamados oficinas, en vez de la
piel, la gente se quemaba la sangre en aquel vivir sin vivir. Y todo ello,
oigan, sin necesidad de que ningún chiquilicuatre tuviera que aplaudir, alentar,
prestar el apoyo para concluir la tarea, como según se ve hay que hacer con unos
señores millonarios que dan patadas a un balón. Los aviones salen de dos en dos,
llevando la mitad en cada partida, para que este país no quede desamparado por
la parte regia. El cabezalero que gobierna -o desgobierna, según se mire-,
aparca sus obligaciones con la nación, diciendo que la nave va, con una
inyección de euros calientes, y vuela tres mil kilómetros creyendo que es ahí
donde se necesita su apoyo.
A estas alturas, a los pretorianos ofendidos por ponerles en solfa
al señorito, ya les adelanto que soy un demagogo, así que sigamos con la
cuestión. En un palco pueden verse a los tataranietos de la Reina Castiza,
aquella que en vez de cazar elefantes se dedicaba a cazar guardias de corps. A
su lado, la pequeña corte de los milagros, en las que figura este buen señor
almibarado y correcto, que dice antes de irse al sarao de Polonia que España
está en el buen camino, y no cabe duda de que tiene razón, siempre que no
confundamos la prima de riesgo, que aquí nos ha dejado, con la prima prometida a
los señores de pantalón corto, y algún que otro de pantalón largo, si aciertan a
meter la pelota entre los tres palos. Un palco de cuento de hadas, como los que
le gustan a Woody Allen, con príncipe y principesca, en el que no deberían
faltar para completar el esperpento algún banquero y algún tonsurado de
alcurnia, para remarcar las esencias patrias. Todo ello amenizado con la música
celestial de 'Manolo el del bombo'.
Prosiguiendo con el sello de demagogo, antes de que un pretoriano
me nombre como tal, en los años setenta del siglo pasado yo ya ganaba más de
tres mil pesetas, y me asombró conocer que el presidente de un Estado soberano,
de nombre Ho Chi-Minh, ganaba el equivalente de dos mil quinientas, y se había
bajado el sueldo para ayudar en las penurias del victorioso pero desbastado
Vietnam. El demagogo que suscribe está harto de pagar impuestos para regocijo de
tunantes y, para más INRI, perderá una apuesta, pues fiándose del Derecho creyó
que cierto personaje con síntomas de ladrón iba a ir a parar a la cárcel, pero
va a ser que no. El demagogo, que ya está harto, pretende escribir en nombre de
los que están tan hartos como él. Y de todos los que en este solar reventaron
para que otros vivan como dios. (El Comercio, 14/06/2012)
Pues esta humilde bloguera, mil eurista -y con suerte por serlo-, también está HARTA.
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