DOMINGOS POR EL RASTRO
Canarios blancos y amarillos del Rastro entre la niebla que viene del río. Uno quiere poner colores a su vida cuando ya casi está agotada. Poner (cuando se va quedando de mármol), su casa más cercana al sol de los pájaros y los peces. Y se compra, en este huerto clásico del Rastro gijonés, una flauta con plumas: un canario alborotado, amarillo o blanco como el pétalo asustado de una rosa. Canarios blancos, que viran al amarillo. Canarios amarillos, que viran al blanco. Y un pez dulce (vivo en el agua dulce), con un sol de domingo dándole en su rojo desnudo y brillador.
Los canarios, con su cítara, siempre están diciendo cosas a los grises corazones de los hombres. Diciendo cosas de cuando aquellos campos de tréboles y de aquellos cielos de niño. Cosas rizadas, libres de pecado, que le salen de su pecho fresco, invadiendo la casa y haciéndola como un claustro de convento, lleno de paz.
Y el pez ojival, ángel del agua, con su aleta desplegada llena de compás y de armonía. Pez bebiendo el día y la noche entre dos aguas, desde el vientre de cristal de una pecera.
Pájaros y peces tan rehenes en su mínima parcela, dando vueltas y revueltas de agua y cielo. Pez náufrago y sediento de mi casa. Pájaro camarada, cantando hasta muy tarde desde el ramaje oxidado de su jaula de alambre y guano. Alma redonda de plumón dormido, hasta al alba.
Y han venido a quedarse, a acampar en estos rincones de mi hogar que son también como rincones de un Rastro lleno de historias que por aquí dejaron su vuelo y su nadar: bandadas de sonrisas, almohadas compañeras de noches con duendes y tormentas, besos y fiestas de niños con toses, sueños fiebres y zozobras.
Pez del Rastro en el mar de pecera de mi otoño, bebiendo un agua cautiva en el silencioso aparte de una galería con cretonas. Ángel fino que pasea, una y otra vez, por un galeón con buzo y cofre del tesoro (todo de plástico y mentira). Pez para bordar un cuento que lo escuche un niño. Un niño de invierno, sin sueño y con mirada extensa, que lucha contra la noche. Decirle: «Había una vez un pez.».
Canarios blancos y amarillos del Rastro entre la niebla que viene del río. Uno quiere poner colores a su vida cuando ya casi está agotada. Poner (cuando se va quedando de mármol), su casa más cercana al sol de los pájaros y los peces. Y se compra, en este huerto clásico del Rastro gijonés, una flauta con plumas: un canario alborotado, amarillo o blanco como el pétalo asustado de una rosa. Canarios blancos, que viran al amarillo. Canarios amarillos, que viran al blanco. Y un pez dulce (vivo en el agua dulce), con un sol de domingo dándole en su rojo desnudo y brillador.
Los canarios, con su cítara, siempre están diciendo cosas a los grises corazones de los hombres. Diciendo cosas de cuando aquellos campos de tréboles y de aquellos cielos de niño. Cosas rizadas, libres de pecado, que le salen de su pecho fresco, invadiendo la casa y haciéndola como un claustro de convento, lleno de paz.
Y el pez ojival, ángel del agua, con su aleta desplegada llena de compás y de armonía. Pez bebiendo el día y la noche entre dos aguas, desde el vientre de cristal de una pecera.
Pájaros y peces tan rehenes en su mínima parcela, dando vueltas y revueltas de agua y cielo. Pez náufrago y sediento de mi casa. Pájaro camarada, cantando hasta muy tarde desde el ramaje oxidado de su jaula de alambre y guano. Alma redonda de plumón dormido, hasta al alba.
Y han venido a quedarse, a acampar en estos rincones de mi hogar que son también como rincones de un Rastro lleno de historias que por aquí dejaron su vuelo y su nadar: bandadas de sonrisas, almohadas compañeras de noches con duendes y tormentas, besos y fiestas de niños con toses, sueños fiebres y zozobras.
Pez del Rastro en el mar de pecera de mi otoño, bebiendo un agua cautiva en el silencioso aparte de una galería con cretonas. Ángel fino que pasea, una y otra vez, por un galeón con buzo y cofre del tesoro (todo de plástico y mentira). Pez para bordar un cuento que lo escuche un niño. Un niño de invierno, sin sueño y con mirada extensa, que lucha contra la noche. Decirle: «Había una vez un pez.».
(Publicado en el diario El Comercio, 11/05/2011)
precioso y nostalgico.
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