Doce niños se encuentran entre las víctimas del último desafortunado bombardeo que en Afganistán llevó a cabo la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF), o lo que es lo mismo, la OTAN. Ese conjunto de soldados perfectamente adiestrados y mejor equipados que enviamos por el mundo con la misión de pacificar: pacificar con las armas, cuando menos paradójico. Sé que sin ejércitos no somos nada, que nuestra seguridad estaría siempre comprometida, pero sigo odiando las armas. Sigo sintiendo dentro de mí una inmensa rebelión ante casos como éste. No me importan las circunstancias, dicen que el ataque se produjo tras un hostigamiento a una base estadounidense y como consecuencia los aviones atacaron dos casas de una aldea. También dicen que puede tratarse de la típica situación en la que se usan inocentes como escudos humanos. ¿Y a quién importa la situación si el resultado son doce cadáveres de niños? Supongo que esas madres afganas que han perdido a sus pequeños sentirán un odio inmenso hacia las tropas pacificadoras que bajo el acrónimo OTAN, dicen que están allí para salvarlos. Es difícil –tiene que resultarles muy complicado- para los militares formar parte de un cuerpo adiestrado para usar las armas. Supongo que algunos de esos soldados –siempre a órdenes, por supuesto- tendrán hijos, como los que han muerto ahora. Niños de carita sonrosada, mirada limpia, para los que todos queremos un gran futuro. Doce niños afganos no lo tendrán. Lo siento, no puedo quedarme tan tranquila, haya sido la que haya sido la circunstancia del bombardeo a mi me han tocado la conciencia.
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