domingo, 13 de noviembre de 2011

Artículo del notario ÁNGEL AZNÁREZ publicado en LA NUEVA ESPAÑA

RATZINGER EN EL EDIFICIO DEL REICHSTAG

El discurso del Papa

El notario gijonés Ángel Aznárez inicia hoy un examen de la visita del Papa al Parlamento alemán. El próximo domingo Aznárez relacionará las palabras de Benedicto XVI con la crisis del parlamentarismo y analizará sus teorías sobre el matrimonio homosexual o la indisolubilidad del matrimonio. (La Nueva España, 13/11/2011)



"Mi aliento desfallece y mis días se apagan, estoy abocado a la tumba. Vivo abrumado entre burlas, y los insultos me desvelan. Sé tu mismo mi fiador ante ti, pues ¿quién, si no, me tenderá la mano"
(Del bíblico Libro de Job)




El automóvil papal, después de pasar muy cerca de la Puerta de Brandeburgo y rodear el edificio del Reichstag, se estacionó junto al acceso trasero de éste, en Ebertstrasse, (por la fachada principal, que mira al jardín de la plaza de la República, hacen cola los turistas para subir a la cúpula del arquitecto Norman Foster). El Papa descendió del vehículo y entró en el Reichstag, sede del Parlamento (el Bundestag) para pronunciar el esperado discurso. El automóvil era un Mercedes, número de matrícula 70014 y con banderín del Estado de la Ciudad del Vaticano, escoltado por quince motoristas, que formaban en flecha o falange, un motorista en la punta y dos líneas de siete cada una en ángulo agudo. A Su Santidad, antes de pronunciar el discurso esperado, se vio emocionado, como impresionado, delicado, con apariencia de fragilidad. Ello muy al humano modo, con la sotana blanca, la cruz pectoral con piedra amatista y el anillo -naturalmente, sin mitra y báculo-. El aspecto de fragilidad propició el cálido acogimiento que tuvo (varios minutos de aplausos) y facilitó la recepción del acto de comunicación: el discurso. Muy diferente todo a la magnificencia y a la lejanía que resultan cuando, en las salas del romano Palacio Apostólico o detrás del altar en la plaza de San Pedro, colocan al Pontífice en tronos elevados o artificios barrocos entre telones y bambalinas. El Papa en el Bundestag, por no estar entre esos decorados, resultó cercano; mucho más creíble y convincente (de «con-vincere»). Es lógico que los papas no hagan en público comentarios sobre su estado físico o edad. Fue en el saludo a los periodistas, en el avión papal, con ocasión del anterior viaje a Alemania (Munich, Altötting y Ratisbona), en 2006, donde el Papa dijo: «Soy un hombre mayor. No sé cuánto tiempo el Señor me concederá aún». Precisamente, en el discurso del Papa a los parlamentarios alemanes -que aquí comentaremos- hay otra indicación: «Me consuela comprobar que a los 84 años (en referencia al jurista austriaco Hans Kelsen) se esté aún en condiciones de pensar algo razonable». Esa frase desató especulaciones, lo cual es natural teniendo en cuenta que de la «papolatría» contemporánea es fácil pasar a la actual tanatofilia papal. Y en aquella frase aparece uno de los rasgos destacados de la personalidad de Benedicto XVI: el sentido del humor. Recuerdo la primera entrevista que Peter Seewald hizo al entonces cardenal Ratzinger (73 años), que, a la pregunta del periodista sobre si Dios es siempre serio o también muestra sentido del humor, respondió: «El sentido del humor es una parte esencial del gozo de la creación» -esa entrevista, en España, se publicó en el dominical «El Semanal» el 18 de febrero de 2001, páginas 16 a 19-. El humor, pues, tema de Teología y también de Antropología. Me explico: es poco frecuente que en profesiones de alto voltaje simbólico el humor anide con facilidad, pues es espantado por muchas susceptibilidades e inseguridades. Eso pasa a bastantes clérigos, también a militares e, incluso, a los de la tauromaquia o taurinos (el lector o la lectora puede añadir otras profesiones de mucho simbolismo, luego poco dadas al humor). Excepcionalidad la de Joseph Ratzinger, no pudiendo estar de acuerdo con Umberto Eco, que la niega incluso en lo teológico, acaso por estar éste enrabietado por los zarpazos leonados o de pantera que, últimamente, le lanza el «L'Osservatore Romano» a cuenta de su aburrida (noiosa) novela «El cementerio de Praga». Por cierto, que la ancianidad aprieta ya mucho a mi bendito Benedicto y con mucha prisa, más volando que corriendo, lo cual, si para cualquier ser humano es drama, para un Papa también lo es. Hay rasgos de la personalidad de Benedicto XVI que recuerdan a Pablo VI, que, muy enfermo de artrosis, jamás usó bastón de apoyo, aunque mucho lo necesitó, ni siquiera subió a la «pedana mobile» (plataforma móvil). El Papa, horas antes, en el castillo de Bellevue, tuvo que escuchar del presidente de la República alemana, católico y divorciado, palabras de exigencia: «Qué compasión tiene la Iglesia católica por los fallos que surgen en la vida de las gentes. Cómo se libera la Iglesia misma de sus propias faltas y de los malos comportamientos de sus responsables». Ahora, en sede parlamentaria, tocaba escucharlo a él, al obispo de Roma. El presidente del Bundestag, Norman Lammert, desde su alta tribuna, dirigiéndose al Santo Padre -Heilige Vater- pronunció palabras de bienvenida, que destacamos la referencia a la Reforma (Alemania, país de la Reforma) y la cita del Preámbulo de la Constitución vigente: «Consciente de su responsabilidad ante Dios y ante los hombres... el pueblo alemán...». Benedicto XVI, desde el sencillo atril que usan los parlamentarios -no desde el más alto estrado del Presidente-, pronunció el importante discurso, que fue lección de ética política y/o jurídica, sobre los fundamentos o las fuentes de la política y el Derecho (esa cuestión, nuclear, será objeto de la segunda parte). El momento en el que el Papa pronunció su discurso no es de crisis; es de algo, pero de desastres generalizados, incluso (desgraciadamente) del parlamentarismo, esencia de la democracia, siendo el Parlamento alemán de lo más presentable. ¡Qué indiscreto resultó el pretendido y fallido referendo griego, dejando a la vista la potencia de lo económico y la impotencia de lo político! Además, los católicos germano-parlantes (alemanes y austriacos) están cada vez más en disputa sobre las funciones de los ex sacerdotes (¡ánimo don Mauro, cardenal Piacenza!), sobre la comunión de divorciados y el celibato, asunto este último que, precisamente, Pablo VI «sacó» del debate en el Concilio Vaticano II (carta de Pablo VI al cardenal Tisserant tres días antes de debatirse el decreto «sobre el ministerio y la vida sacerdotal»), que ahí está, cada día más incandescente. Y, mientras tanto, algunos, en Roma y aquí, tocando palmas de adulación (el Consistorio de creación de cardenales está próximo), o con susurros de pamplinas de sacristía. El Papa se introdujo en el meollo del tema; antes señaló su triple condición: connacional alemán, obispo de Roma y jefe de Estado. Su Santidad, que en el anterior desplazamiento a Alemania (septiembre de 2006) había manifestado que, viajar de nuevo a otras partes de Alemania, lo haría feliz y que «lo consideraría como un don de Dios», lo pudo ahora realizar, lo que explica en parte su emoción, tan bien transmitida. Es verdad que Ratzinger es nativo de Alemania, pero de la Alemania de Baviera, romanizada pronto y católica, muy diferente a la otra Alemania, la Alemania de Prusia, protestante y patria de la Reforma (el actual federalismo del Estado alemán es magnífico instrumento de unión entre lo diferente). Benedicto XVI, a continuación, señaló su condición de obispo de Roma, «que tiene la suprema responsabilidad sobre los cristianos católicos». No podemos pararnos en analizar la visita papal a la ciudad de Erfurt, la de Lutero, pero sí destacamos que la Reforma luterana fue un acontecimiento trascendental que marcó el fin del monopolio de la Iglesia romana en Occidente. Por eso, a la Reforma siguió la Contrarreforma, con resultado de guerras y muertes, y también de realizaciones excelsas y provechosas (entre otras, Ignacio de Loyola y los Jesuitas). Y el Papa Ratzinger, en cuanto obispo de Roma, es el jefe de los otros y de lo otro: de la Iglesia romana. Horas antes, en el castillo de Bellevue, el Papa había advertido lo siguiente: «Aunque este viaje es una visita oficial que reforzará las buenas relaciones entre la República Federal de Alemania y la Santa Sede, no he venido para obtener objetivos políticos o económicos». La referencia en el discurso papal a su condición de jefe de Estado (Santa Sede) fue como ambigua, sin manoseo y vista desde muy alto, casi en forma de delicada perífrasis: «De este modo, ustedes reconocen el papel que corresponde a la Santa Sede como miembro dentro de la Comunidad de los Pueblos y los Estados. Desde mi responsabilidad internacional...». Dejando de lado la equívoca expresión (que no equivocada) «de este modo», son ya hechos jurídicos la personalidad internacional de la Santa Sede y que el Papa es jefe de Estado. Eso es así, aunque el jurista australiano Geoffrey Robertson lo rechace. Ese conocido jurista es el autor del libro «The case of the Pope» (2010), traducido al italiano este año con el título» Processo al Papa»; libro que es la base de la acción penal contra el Papa y contra altos prelados vaticanos ante la Corte Penal Internacional, por causa de los actos de pedofilia de algunos clérigos -acción penal que, por diferentes razones jurídicas, rechazo sin dudarlo-. La tesis contraria a que la Ciudad del Vaticano sea un Estado la desarrolla el autor en los capítulos 4, 5 y 6 de su libro (páginas 83 a 139), negando validez a los Pactos Lateranenses entre el fascista Mussolini y la Iglesia (asunto fascinante y complejo el de las relaciones entre el fascismo italiano y la Santa Sede). Una cosa es negar lo evidente (Geoffrey Robertson) y otra, diferente, señalar deficiencias en el funcionamiento de la burocracia vaticana; una «burocracia célibe», según Carl Schmitt, en catolicismo y forma política (a Schmitt traeremos en la segunda parte para acompañar a Kelsen), o señalar la dificultad, en ocasiones, de separar lo apostólico de lo político (ello lo denunciamos en anteriores artículos aquí publicados). En este momento interesa apuntar que el Papa, por las razones que fueren, y en la forma antedicha, recordó a los parlamentarios alemanes que «la Santa Sede es miembro de la Comunidad de los Pueblos y de los Estados».

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