La
renuncia de Papa Benedicto –grandiosa (grandioso es renunciar a ser Vicario de
Cristo y Jefe de Estado de la
Ciudad del Vaticano)- tiene el inconveniente de todas las
renuncias o repudios, que les suele faltar lo que los “organizadores de
eventos” llaman “glamour”. Y es que las derrotas e impotencias (el “no puedo
más”) no gustan musas líricas y flautistas; sólo las renuncias por venganza son
de tragedia, reunidas las brujas.
La
renuncia de Benedicto nos impidió ver su cadáver saliendo por la puerta de la Sala Clementina del Palacio
Apostólico, en cuyo fondo la barca de Pedro –pintada- se zarandea por el
temporal. No pudimos oír los rezos salesianos, llorosos, del Camarlengo Bertone;
ni ver el frotarse las manos, en maña piadosa, del Decano Sodano. Nos perdimos
el enterramiento papal en la cripta “envuelta” la salma papal en tres féretros muy lacrados para deslacralos pronto y
ver el “milagro” de lo incorrupto, seguro. Y mientras todo eso debería ocurrir,
el llamado “notario del capítulo” de la Basílica vaticana, jugaría con papeles y carpetas
que dicen que “dan fe”, incluso los suyos.
Quedamos,
pues, sin “novendiali”o novenario de misas por el alma de Pontífice; nueve
veces sus eminencias cardenalicias, con casullas enlutadas y enrojecidas,
encima de cordones y fajas también rojas. Tuvimos -eso sí y algo es algo- las congregaciones
generales (senatoriales), que, en verdad, son lo que nadie dice que son: un
durísimo concurso-oposición, en el que se analiza al detalle si los candidatos
“proclamados” al Papado dicen o hacen bobadas, incluso con lo del IOR. Los
llamados “grandes electores” toman nota y notas, muchas, para lo que ocurrirá
después, en el encierro o cónclave.
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