Leo como todos los días la prensa y
veo, no sin cierta sorpresa, que el “DIA Internacional de la Mujer ” –que hoy tiene lugar
como todos los 8 de marzo-, pasa por las páginas de los diarios casi de
soslayo. En el fondo me alegro, porque no hay nada que celebrar, ni que
conmemorar. Me sentiré mejor cuando se institucionalice un día para el hombre. No
lo digo con cachondeo. O tal vez sí. ¿No sería ridículo, me pregunto, hablar
del día internacional del hombre? Ahí lo dejo. No me gusta, nunca me gustó, que
las instituciones –que son las más interesadas- se dediquen un día determinado
a organizar actos destinados a las mujeres. Estaría muy bien, si estuviese
acompañado de una auténtica protección de derechos. Seguimos ganando menos que
los hombres, seguimos sin estar en los puestos de relevancia –salvo contadas
excepciones-, seguimos compaginado cambiar pañales y poner lavadoras con el
trabajo fuera del hogar, somos mayoría en las listas del paro, y un largo etcétera de
desigualdades. Pese a que creo hemos demostrado, de siempre, que ni somos más
listas, ni más tontas que cualquier hombre. Hay de todo. Nosotras,
sencillamente somos diferentes, porque nuestro cerebro está estructurado de
otra forma, probablemente para complementarse. No hay por qué pensar como un
hombre, ni actuar como él, la mayor
parte de las veces está influenciado por
la testosterona. Personalmente quiero ser diferente –al hombre-, quiero
sentirme mujer. Lo único que reivindico es ser tratada acorde con mis capacidades,
y no a mi condición de fémina. Sé que queda mucho camino por hacer y,
curiosamente, el más importante –en mi opinión- es el que está en nuestras
manos. Quedan aún muchas mujeres –demasiadas- de mi generación que aún
establecen diferencias en la educación de hijas e hijos. He visto a algunas,
cuando sus hijas tienen hijos, defender a ultranza que éstas deben de quedarse
en casa a cuidar de ellos y aparcar su profesión y, también conviene decirlo,
reducir su vida al ámbito doméstico, con el empobrecimiento y aislamiento que
eso supone. Luego, vienen los llantos, porque sus maridos, casualmente,
prefieren a otras mujeres que ejercen sus profesiones y están a su nivel. Tiene
que ser -y voy a tratar de ponerme en el papel del hombre- que ser muy decepcionante
llegar a casa después de una jornada de trabajo y que el único tema de
conversación sea si los niños comieron, si se estropeo la lavadora, qué pondré
mañana para comer, o si la vecina… Quedar reducida al ámbito doméstico es lo
más empobrecedor que puede sucedernos. Los hijos son de los dos, y la
casa, y todo lo demás también, no hay
que olvidarlo.
Supongo que ahora, si es que alguien
me está leyendo, puede traer a colación el maltrato –la violencia de
género-, y tiene razón, ese es un tema a
resolver. Pero no perdamos de vista que el maltrato también existe a la
inversa: de la mujer hacia el hombre. Bien es cierto que no físico, pero sí
psicológico. Conozco algunos hombres que tienen verdadero pánico a sus mujeres.
Van por la vida de machos, pero a poco que escudriñes en sus vidas te percatas
de que son auténticas marionetas de hilos movidos por sus amantísimas esposas.
No disponen de su dinero, ni de su tiempo, no son dueños de sus actos. Ellas,
gritan, se victimizan, y suelen utilizar aquello de “yo lo di todo por mi
familia y así me lo pagas”. Y el pobre paisano aguanta, calla, y renuncia a sus
cosas, porque se siente culpable. Por desgracia, en esas circunstancias conozco
a más de uno. ¿No es esa una forma de maltrato? Por supuesto no siempre es así,
las nuevas generaciones van dejando atrás esos lastres que arrastra una parte
de mi generación. Hoy las parejas
comparten experiencias, conocimientos, vida más allá de los simples
temas de ámbito doméstico. El trabajo fuera del hogar nos ha dado una dimensión
diferente, nos acerca más que ninguna otra cosa a una igualdad de derechos y
deberes. Por eso lo principal es tener un trabajo digno acorde a las capacidades de
cada uno, en este caso una. Y no hay otra.
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