Al
lado de la Puerta
de Santa Ana, en el Vaticano, por donde entran y salen en cochazos unos
monseñores, y otros “señores capos”, los unos camino de las sagradas estancias
y los otros muy encaminados al cercano Banco (IOR) (un poco más arriba, a la
izquierda), Franciscus, en funciones
de párroco, a la puerta de la elíptica Iglesia de Santa Ana, abrazaba y
bendecía a los “pibes” que salían de rezar. Todo fue a presencia de un Guardia
Suizo, vestido de colores y en posición de saludo, que se cansaba de tener la
mano derecha arriba, a la altura de la cresta, adornada con casco-plumero,
casco negro y plumaje rojo.
Minutos antes,
en la Misa , se
produjo una novedad litúrgica importante: fue en el memento de las preces, el cardenal Comastri, el de susurros de
monja, se olvidó de la retahíla de los santos Lino, Cleto, Clemente, Sixto y
Cornelio, y mencionó sólo a tres: San Agustín, San Francisco y San Ignacio de Loyola. Y ¿por qué no
Santo Domingo de Guzmán, ni…” Que sean los lectores/as quienes hagan las
deducciones jesuíticas que correspondan, después de advertirles –eso si-que la Puerta de Santa Ana, es
para mí de mucha emoción, ya que a la izquierda están los garitos en los que
los “suizos” me hacen perder mucho tiempo, para y por verificar mis
salvoconductos de entrada al Estado-Ciudad.
En
el posterior Angelus no sorprendió el decorado, fue el habitual; los cortinones del
gran ventanal del Palacio Apostólico, con agites por vientos y amarillos, color
de la bandera vaticana y color de los locos, según los entendidos. El Papa, en
el ventanal y subido a un parapeto de maderas, pudo ser populista y políglota,
y no lo fue: sólo predicó y rezó en italiano. Los argentinos allí presentes,
acaso tantos como los de Comunión y Liberación la tarde-noche del Habemus Papam, quedaron con ganas de oír
al Papa en otro cristiano (el castellano), y todos, no sólo los argentinos,
quedamos con ganas de oír al Papa cantar –este Papa no canta, no canta, ni en misa
ni en bendiciones, “sonando” el Pater de
su bendición un poco esdrújulo-.
Y
mientras esas cosas ocurrían, el Papa emérito Benedicto sigue en su nuevo status con dedicación al “rezo y
a la meditación”, tal como el diácono oficiante imploró durante el Ofertorio de
la misa Pro Ecclesia (conclusión del Cónclave). Un emérito que fue siempre “mi
bendito Benedicto”, siempre escrito sin ninguna ironía. Todo surgió cuando
Ratzinger, en febrero de 2005 (esa misma tarde se ingresó por segunda vez a
Juan Pablo II en el Gemelli), subido al púlpito de San Ambrosio, en la catedral
de Milán, pronunció la oración fúnebre (sermón) por el alma de Don Giussani.
Aquello, para
mí, fue un “seré el próximo Papa” -esa fue mi sensación o impresión, acaso no
la intención de Ratzinger-. A partir de eso, no dejé de mirarle, de escribir de
él; y mientras otros explicaban lo del Panzerkardinal,
lo del rottweiler de Dios,
siempre intuí la fragilidad de un esteta, las dudas de un teólogo (Ratzinger), y
las incomodidades ante los mayores desordenes humanos, que son los del poder).
Forzosamente las salidas tenían que ser difíciles y laberínticas: lo fueron,
las propias de un perdedor. Es que los perdedores –permítaseme el desahogo- hasta
me excitan, me preocupan y ocupan mucho; los ganadores me dejan indiferente
¡Bahhh! ni “fu ni fa”. La intuición, sentimiento caliente, dio paso al
pensamiento frío; éste hizo carambola y surgió la admiración, que, por filial,
resulto bendita. Ya lo escribí el mismo día 11 de febrero, a las diecisiete
horas: ¡Adiós, mi bendito Benedicto!
Franciscus, de 76 años, sabe que
Benedicto fue elegido Papa con 78 años, diferencia escasa, y que a los cinco
años de su Pontificado, pronto –sólo a los cinco años, en 2010-, mi bendito
Benedicto ya no podía subir las escaleras de los altares sin la ayuda de los
ceremonieros pontificios.
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