(Artículo exclusivo para el blog Las mil caras de mi ciudad)
Las ciudades permanecen
esplendorosas en la retina interior, más que por su grandeza constructora o que
por su resistencia a las arremetidas del tiempo y la ocupación que las
erosiona, por el barniz indeleble –verdadero anticongelante– que les concede la
literatura. No quedan poblaciones dignas de ser recordadas que no hayan
resultado agraciadas con el concurso de escritores que se prendaran de ellas.
OPORTO/PORTO, la segunda ciudad en importancia de Portugal, no escapa
a esta regla. Cuando quedan apenas unas horas para encontrarnos con ella y
tomarle el pulso, me solazo repasando dos estampas que, a modo de pequeños
regalos que se enroscan en la memoria, me facilitan, como al resto de lectores,
dos autores (un luso que emigró a Lanzarote y un italiano enamorado de Portugal
y Pessoa) que, en vida, tuvieron, al parecer, algún que otro roce.
La primera estampa nos la
proporciona José
Saramago (1922-2010) en su libro Viaje a
Portugal (Madrid, Alfaguara, 1995; traducción de Basilio Losada):
«Porto, ante todo, y para honrar el nombre que lleva, es
este largo regazo abierto hacia el río, pero que sólo desde el río se ve, o,
por estrechas bocas cerradas por muretes, puede el viajero inclinarse hacia el
aire y tener la ilusión de que todo Porto es Ribeira. La ladera se cubre de
casas, las casas dibujan calles, y, como todo el suelo es granito sobre
granito, cree el viajero que anda recorriendo senderos de montaña. Pero el río
llega aquí arriba. Esta población no es piscatoria, no van a lanzar sus redes
entre el puente de don Luís y el de la Arrábida , pero pueden tanto las tradiciones que
el viajero es capaz de adivinarle antepasados pescadores a esta mujer que pasa,
y si no han sido pescadores habrán sido calafates, carpinteros de ribera,
tejedores de lonas y velas, cordeleros, o, como allá más arriba, donde la calle
se identifica, Travessa dos Canastreiros, de los cesteros. Mudan los tiempos,
mudan las profesiones, y basta un cartel de un comercio nuevo para ver deshecha
toda la poesía artesanal que el viajero ha venido contando con los dedos.»
La segunda estampa que nos
echamos al hombro mientras cerramos la maleta nos la brinda Antonio Tabucchi (1943-2012) en su novela periodístico-policíaca de
denuncia social La cabeza perdida de Damasceno Monteiro
(Barcelona, Anagrama, 1997; traducción de Carlos Gumpert y Xavier González
Rovira):
«El taxi estaba cruzando la Praça da Batalha. Una plaza
noble, austera, de estilo inglés. La verdad es que Oporto tenía un aire inglés,
con sus fachadas victorianas de piedra gris y la gente caminando ordenadamente
por la calle. [...] Bajando por los callejones empinados de la ciudad baja
comenzó a encontrar una animación que no sospechaba. La verdad era que Oporto
conservaba ciertas tradiciones que en Lisboa se habían perdido: por ejemplo,
algunas vendedoras de pescado, pese a que fuera domingo, con las cestas de
pescado sobre la cabeza, y además las llamadas de atención de los vendedores
ambulantes que le trajeron a la memoria su infancia: las ocarinas de los
afiladores, las cornetas graznantes de los verduleros. Atravesó Praça da
Alegria, que era en verdad alegre como su nombre rezaba. Había un mercadillo de
tenderetes verdes donde se vendía un poco de todo: ropa usada, flores,
legumbres, juguetes populares de madera y cerámica artesana. Compró un platito
de barro cocido en el que una mano ingenua había pintado la torre de los
Clérigos. Estaba seguro de que a su novia le iba a gustar. Llegó hasta Largo do
Padrão, que era un mercado sin serlo, porque los campesinos y las pescaderas
habían improvisado tiendas provisionales en los huecos de los portales y sobre
las aceras de Rua de Santo Ildefonso. Llegó a las Fontainhas, donde había un
pequeño rastrillo, muchos puestos estaban cerrados, porque el rastrillo
funcionaba sobre todo los sábados, pero algunos comerciantes hacían tratos los
domingos por la mañana también. [...] Iba bajando por Rua das Flores. Era una
calle bonita, elegante y popular a la vez. El tono popular se lo daban los
alféizares con geranios en flor, que quizás fueran el origen de su nombre, y la
elegancia, las tiendas de joyeros con riquísimos escaparates. [...] Oporto
tenía un aspecto alegre, vital, bullicioso.»
Francisco García Pavón, el impagable creador del policía municipal de
Tomelloso Plinio y un escritor
dominador de su oficio como la copa de un pino, bautizó en 1945 a una novela suya con
el título de Cerca de Oviedo. Con estas
postales en los bolsillos del ánimo ya casi avistamos Oporto, la romana población de Portus que al fusionarse con Cale fundaría el condado del que
tomaría su nombre el país (Portucale=Portugal);
la ciudad que despide al Duero/Douro
en la bocana del Atlántico, que posee cafés de singular encanto como el Majestic, el Progresso o el Âncora,
así como una de las más bellas y antiquísimas librerías del mundo, la de Lello & Irmão y cuyos afamados
callos (con permiso de Noreña) se remontan al siglo XV, época en la que, debido
a la escasez de carne que sufrió la ciudad al tener que abastecer de ella a la
corona coincidiendo con los viajes de los descubridores, tuvieron que
conformarse con las vísceras, razón por la que a sus habitantes se les conoce
como “tripeiros”, unas gentes
aficionadas al expresivo lenguaje sin miramientos. Estamos prestos a recorrer
las mismas calles que han conocido los pasos quedos de literatos como Eugénio de Andrade,
Agustina
Bessa-Luís y Sophia de Mello Breyner Andresen o incansables cineastas
como el centenario portuense Manoel de Oliveira.
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