miércoles, 23 de mayo de 2012

"DOS ESTAMPAS DE OPORTO EN EL EQUIPAJE", ARTÍCULO DE JOSÉ L. CAMPAL


(Artículo exclusivo para el blog Las mil caras de mi ciudad)


Las ciudades permanecen esplendorosas en la retina interior, más que por su grandeza constructora o que por su resistencia a las arremetidas del tiempo y la ocupación que las erosiona, por el barniz indeleble –verdadero anticongelante– que les concede la literatura. No quedan poblaciones dignas de ser recordadas que no hayan resultado agraciadas con el concurso de escritores que se prendaran de ellas.

OPORTO/PORTO, la segunda ciudad en importancia de Portugal, no escapa a esta regla. Cuando quedan apenas unas horas para encontrarnos con ella y tomarle el pulso, me solazo repasando dos estampas que, a modo de pequeños regalos que se enroscan en la memoria, me facilitan, como al resto de lectores, dos autores (un luso que emigró a Lanzarote y un italiano enamorado de Portugal y Pessoa) que, en vida, tuvieron, al parecer, algún que otro roce.
La primera estampa nos la proporciona José Saramago (1922-2010) en su libro Viaje a Portugal (Madrid, Alfaguara, 1995; traducción de Basilio Losada):
«Porto, ante todo, y para honrar el nombre que lleva, es este largo regazo abierto hacia el río, pero que sólo desde el río se ve, o, por estrechas bocas cerradas por muretes, puede el viajero inclinarse hacia el aire y tener la ilusión de que todo Porto es Ribeira. La ladera se cubre de casas, las casas dibujan calles, y, como todo el suelo es granito sobre granito, cree el viajero que anda recorriendo senderos de montaña. Pero el río llega aquí arriba. Esta población no es piscatoria, no van a lanzar sus redes entre el puente de don Luís y el de la Arrábida, pero pueden tanto las tradiciones que el viajero es capaz de adivinarle antepasados pescadores a esta mujer que pasa, y si no han sido pescadores habrán sido calafates, carpinteros de ribera, tejedores de lonas y velas, cordeleros, o, como allá más arriba, donde la calle se identifica, Travessa dos Canastreiros, de los cesteros. Mudan los tiempos, mudan las profesiones, y basta un cartel de un comercio nuevo para ver deshecha toda la poesía artesanal que el viajero ha venido contando con los dedos.»
La segunda estampa que nos echamos al hombro mientras cerramos la maleta nos la brinda Antonio Tabucchi (1943-2012) en su novela periodístico-policíaca de denuncia social La cabeza perdida de Damasceno Monteiro (Barcelona, Anagrama, 1997; traducción de Carlos Gumpert y Xavier González Rovira):
«El taxi estaba cruzando la Praça da Batalha. Una plaza noble, austera, de estilo inglés. La verdad es que Oporto tenía un aire inglés, con sus fachadas victorianas de piedra gris y la gente caminando ordenadamente por la calle. [...] Bajando por los callejones empinados de la ciudad baja comenzó a encontrar una animación que no sospechaba. La verdad era que Oporto conservaba ciertas tradiciones que en Lisboa se habían perdido: por ejemplo, algunas vendedoras de pescado, pese a que fuera domingo, con las cestas de pescado sobre la cabeza, y además las llamadas de atención de los vendedores ambulantes que le trajeron a la memoria su infancia: las ocarinas de los afiladores, las cornetas graznantes de los verduleros. Atravesó Praça da Alegria, que era en verdad alegre como su nombre rezaba. Había un mercadillo de tenderetes verdes donde se vendía un poco de todo: ropa usada, flores, legumbres, juguetes populares de madera y cerámica artesana. Compró un platito de barro cocido en el que una mano ingenua había pintado la torre de los Clérigos. Estaba seguro de que a su novia le iba a gustar. Llegó hasta Largo do Padrão, que era un mercado sin serlo, porque los campesinos y las pescaderas habían improvisado tiendas provisionales en los huecos de los portales y sobre las aceras de Rua de Santo Ildefonso. Llegó a las Fontainhas, donde había un pequeño rastrillo, muchos puestos estaban cerrados, porque el rastrillo funcionaba sobre todo los sábados, pero algunos comerciantes hacían tratos los domingos por la mañana también. [...] Iba bajando por Rua das Flores. Era una calle bonita, elegante y popular a la vez. El tono popular se lo daban los alféizares con geranios en flor, que quizás fueran el origen de su nombre, y la elegancia, las tiendas de joyeros con riquísimos escaparates. [...] Oporto tenía un aspecto alegre, vital, bullicioso.»
Francisco García Pavón, el impagable creador del policía municipal de Tomelloso Plinio y un escritor dominador de su oficio como la copa de un pino, bautizó en 1945 a una novela suya con el título de Cerca de Oviedo. Con estas postales en los bolsillos del ánimo ya casi avistamos Oporto, la romana población de Portus que al fusionarse con Cale fundaría el condado del que tomaría su nombre el país (Portucale=Portugal); la ciudad que despide al Duero/Douro en la bocana del Atlántico, que posee cafés de singular encanto como el Majestic, el Progresso o el Âncora, así como una de las más bellas y antiquísimas librerías del mundo, la de Lello & Irmão y cuyos afamados callos (con permiso de Noreña) se remontan al siglo XV, época en la que, debido a la escasez de carne que sufrió la ciudad al tener que abastecer de ella a la corona coincidiendo con los viajes de los descubridores, tuvieron que conformarse con las vísceras, razón por la que a sus habitantes se les conoce como “tripeiros”, unas gentes aficionadas al expresivo lenguaje sin miramientos. Estamos prestos a recorrer las mismas calles que han conocido los pasos quedos de literatos como Eugénio de Andrade, Agustina Bessa-Luís y Sophia de Mello Breyner Andresen o incansables cineastas como el centenario portuense Manoel de Oliveira.

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