OBLADI |
Somos los humanos seres de costumbres. O de hábitos, que viene a ser lo mismo. De eso saben mucho nuestras mascotas, capaces de controlar lo que vamos a hacer o lo que nos pasa en cada momento: si nuestro humor es bueno o malo, si les toca quedar en casa o si nos van a acompañar, y otras muchas que no relataré. Quien tiene un cuatro patas –como gustaba llamar mi madre a Obladi- entiende perfectamente de qué hablo –escribo, más bien-. Después de convivir durante 14 años con Obladi y de preguntarme una y otra vez cómo diablos podía entenderme tan bien, llegué a la conclusión que yo repetía una día tras otro los mismos movimientos, aún sin ser consciente de hacerlo. Él se limitaba a tomar nota. Y ahora, que ya no me controla, que no tengo quien me siga a todas partes observándome, continúo haciendo las mismas cosas: repito día tras día idéntico ritual.
Mi hora preferida es la que antecede a irme a la cama. Creo que es el momento que de verdad me pertenece. Concluida la jornada, me encuentro conmigo misma y hago exactamente lo que me gusta, sin prisas, sin obligaciones. Puedo perder mi tiempo sin remordimientos. Y así sucede.
El portátil sobre mis rodillas, en el sofá, frente al televisor que ni miro ni escucho –le quito el sonido, para ser más exacta-, primera rareza de mi ritual. Algunas veces lo apago, razono que es absurdo tenerlo encendido, pero me apresuro a ponerlo de nuevo en funcionamiento, posiblemente porque al vivir sola necesito sentir que estoy acompañada, aunque no le haga caso. Es, más o menos, algo así como tener un marido e ignorarlo, pero sabiendo que está ahí. Perdón por la maldad, pero seguro que algún/a lector/a sabe de qué hablo. Posiblemente existan buenos compañeros de viaje, eso no lo dudo, pero no he sabido dar con el apropiado. Con el apropiado a mis rarezas, quiero aclarar y, cuando creí haberlo encontrado, salió huyendo -eso me pareció-. Seguro que con razón. Luego brujuleo en Youtube, o en la música que voy recopilando, y escucho un par de canciones, o varias veces la misma. Cierro los ojos y viajo por el mundo de los sentidos. Me puedo enamorar de una canción cada noche y hacerla mía. Os recomiendo ponerlo en práctica, la música es alegría y belleza que toca directamente el alma mejor que cualquier otra cosa. O en la misma medida que llegan las palabras de una persona amiga, el abrazo de quien te quiere, una mirada limpia, un beso… Todo lo que nos hace felices, aunque sea en pequeñas ráfagas.
Botero-Mujer leyendo en la Cama |
Después apago el ordenador y tiro de un libro, o de la tableta, donde guardo muchos. Y de nuevo me enamoro, de un autor, de una historia, de un verso… Unas veces me gusta lo que dicen, otras simplemente cómo lo dicen. En algunas ocasiones me cuesta interpretar lo escrito y tengo que leer y releer hasta que me hago con el texto. Siempre saco alguna enseñanza. Así, casi sin darme cuenta, se me echa la noche encima, y si no me disciplino un poco pueden darme las tantas enzarzada en la lectura. El resto es ya imaginable: apagar al marido -¡Jesús, quiero decir la caja tonta! Ya sé, ya sé que no es lo mismo ¿Seguro que ni parecido…?-, ídem con la luz, y a dormir. Bueno, no exactamente, es el momento –el de mi ritual, por supuesto- de interrumpir todo para pensar en la vida –en mi vida-, en el sentido de todo, o en la falta de sentido que tiene casi todo. Da igual, no suelo ponerme trascendental, me conformo con lo que tengo. Que no es más que aquello a lo que yo sea capaz de insuflarle vida, ilusión, alegría… Mi último pensamiento es casi siempre el mismo, apunta en dos direcciones: primero proyecto algunas cosas que me agradaría hacer al día siguiente, y luego me pregunto con tranquilidad, ¿será ésta mi última noche? Pudiera, pudiera serlo. Y así me duermo. ¡Que extraño me resulta todo! Que simple soy.
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