"MORO A LA VUELTA", cabecera de las páginas de ciclismo de "El Comercio" |
Conocí a Moro en la tertulia de Casa Paulino,
en la por entonces Avenida de Calvo Sotelo –empezando por abajo-, muy cerca de
la carretera de Oviedo, a donde acompañaba a mi tío Pachín, -José Díaz Rubio,
de La Arquera
de Salas que había tenido el Bar Pachín del Muelle para meterse después a
camionero- que era vecino de José Avelino y de Maribel ya que por entonces la
familia de Isabel vivía en Santa Teresa y la mía en Prendes Pando. Había en el
bar de Paulino muchos cuadros y recortes de prensa con ciclistas de la fama de
Jesús Loroño y de Bahamontes. Y allí nació la Unión Ciclista
Gijonesa, impulsada por el propio Paulino y por Moro. Los domingos por la
mañana mi tío me llevaba a las canteras del Alto de la Madera a cargar, con pala
llana, un viaje de su camión con material para la construcción. El resto de la
semana Pachín transportaba tablas para la Maderera Gallega.
Para un joven recién llegado del pueblo la máxima ilusión era aprender a
conducir. Mi tío me prometió hacer de mí un experto en el volante pero nunca
cumplió su palabra. Y un día le conté mi decepción a Moro.
-No te preocupes,
“fiu”, que te enseño yo. Y ese mismo día me llevó al tendejón donde se guardaba el camión, me hizo subir a la cabina y me explicó para que servían todas las
palancas.
Pero en aquellos
tiempos de alquileres con derecho a cocina, de pensiones de cinco duros diarios
todo incluido y otras miserias, en el astillero me hicieron tornero y había que
sacar barcos nuevos o reparados como churros y te invitaban a trabajar los
domingos hasta la una de la tarde con salario de día completo. Un chollo que no
se podía desaprovechar si uno quería comprar algún libro o ir al cine Avenida o
al gallinero de los Campos, que eran los más baratos. No tuve ocasión de
recibir las clases de conducir de Moro. Y nos perdimos por caminos muy
distintos.
Años después
coincidimos en el mismo oficio: el periodismo. Mi entrañable amigo en el decano
“El Comercio” y el que suscribe en el Movimiento de “Voluntad” sin que uno supiese
que era eso del yugo y las flechas. Se creía, por entonces, que había una gran
rivalidad, rayando casi en la enemistad, entre el personal de ambos periódicos.
Y fue por entonces cuando empezamos a coincidir en El Molinón, haciendo
vestuarios. Y en el hípico, Y en la
Casa de Socorro. Y en los Juzgados. Era la auténtica escuela
de periodismo. Hacer algo de todo.Y patear la ciudad. Buscar la noticia. Las
notas del Juzgado y los sucesos de la
Casa de Socorro nos los intercambiamos metiendo papel calco a
la máquina de escribir. Hoy por ti y mañana por mí. Y los directores, sin
enterarse.
-Oye, “fiu”, te llamo
porque no pude ir a los vestuarios y no sé lo que dijo el entrenador del Depor.
-Lo de siempre, ya sabes,
que los partidos duran noventa minutos, que pudieron ganar pero que tuvieron
mala suerte.
-Con eso me arreglo
“fiu”, te dejo porque tengo que mandar una crónica para la Voz de Galicia.
Moro llegaba al
Molinón acompañado de tres o cuatro probes de pedir a los que pasaba por la
puerta del fondo sur como Pedro por su casa. Yo llegaba con mi micrófono y mis
cables para las Ondas Populares Españolas –la cadena de los curas con emisora
fundacional en el Monte de La Luz
de Avilés- y hasta nos llegamos a intercambiar algún becario de la Cocina Económica de los que nos
acompañaban y que no tenían ni una peseta para pagar la entrada. A los
periódicos llegaban invitaciones en cantidad pero esas se las repartían los
jefes y jefecillos. Como siempre. .
El día que Alfonso
Camín llegó del exilio a El Musel allí estábamos Moro y el su “fiu” haciendo
guardia. Creo recordar que Isabel, vestida con el traje regional, formaba parte
del grupo folklórico que esperaba la llegada del vate de Roces. Y nos marchamos
todos a Porceyo, el pueblo gijonés preferido de Moro.
José Avelino Moro, a
quien seguí día a día en aquella ingente labor que hizo creando el Pueblo de
Asturias, fue un periodista como la copa
de un pino. Escribió hasta el mismo día en que nos dejó. Independiente,
trabajador, gran conocedor de su ciudad y de los personajes y personajillos que
ostentaban el poder en cada momento solía sentenciar: “Son honrados hasta que
les ponen un puro en la boca”. Siempre me elogió mi columna diaria en la
penúltima de “Voluntad” que se titulaba “Ecos de Asturias” y muchos de los
logros que conseguía para su museo etnográfico quedaban reflejados, a toro
pasado porque la exclusiva era suya por derecho propio, en mi sección. Y
aquellos elogios a mi labor periodística me sonaban a música celestial.
Fue un honor ejercer
como “fiu” de Moro. Ahora, con la jubilación jubilosa ya en mí alforja llego a
la conclusión de que Gijón está en deuda permanente con uno de los periodistas
que lo dio todo a su ciudad. Nada menos que un museo etnográfico conseguido
pieza a pieza y pueblo a pueblo. Ni aquellos prebostes de entonces ni los de
después tuvieron un gesto de agradecimiento. Seguramente porque Moro siempre
tuvo inclinación por aumentar y consolidar aquel inolvidable grupo de pobres de pedir, amigos
entrañables, que colaba en los graderíos de El Molinón y que eran felices
gracias a mi inolvidable, llorado e inimitable amigo que un día en Casa Paulino
me llamó “fiu”. Ha sido el mayor honor
que he tenido en mi medio siglo de trabajo en los periódicos y en la radio:
Conocer, tratar, intimar, querer y aprender algo todos los días de mi maestro José
Avelino Moro, un hombre fundamentalmente bueno, al que José Luis Campal y Aurora, con el buen hacer que caracteriza sus trabajos, han rescatado ahora del olvido.
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