sábado, 7 de abril de 2012

"EL FÍU DE MORO", texto de JOSÉ DE ARANGO


                    
"MORO A LA VUELTA", cabecera de las páginas de ciclismo de  "El Comercio"
             Conocí a Moro en la tertulia de Casa Paulino, en la por entonces Avenida de Calvo Sotelo –empezando por abajo-, muy cerca de la carretera de Oviedo, a donde acompañaba a mi tío Pachín, -José Díaz Rubio, de La Arquera de Salas que había tenido el Bar Pachín del Muelle para meterse después a camionero- que era vecino de José Avelino y de Maribel ya que por entonces la familia de Isabel vivía en Santa Teresa y la mía en Prendes Pando. Había en el bar de Paulino muchos cuadros y recortes de prensa con ciclistas de la fama de Jesús Loroño y de Bahamontes. Y allí nació la Unión Ciclista Gijonesa, impulsada por el propio Paulino y por Moro. Los domingos por la mañana mi tío me llevaba a las canteras del Alto de la Madera a cargar, con pala llana, un viaje de su camión con material para la construcción. El resto de la semana Pachín transportaba tablas para la Maderera Gallega. Para un joven recién llegado del pueblo la máxima ilusión era aprender a conducir. Mi tío me prometió hacer de mí un experto en el volante pero nunca cumplió su palabra. Y un día le conté mi decepción a Moro.
            -No te preocupes, “fiu”, que te enseño yo. Y ese mismo día me llevó al tendejón donde se guardaba el camión, me hizo subir a la cabina y me explicó para que servían todas las palancas.
            Pero en aquellos tiempos de alquileres con derecho a cocina, de pensiones de cinco duros diarios todo incluido y otras miserias, en el astillero me hicieron tornero y había que sacar barcos nuevos o reparados como churros y te invitaban a trabajar los domingos hasta la una de la tarde con salario de día completo. Un chollo que no se podía desaprovechar si uno quería comprar algún libro o ir al cine Avenida o al gallinero de los Campos, que eran los más baratos. No tuve ocasión de recibir las clases de conducir de Moro. Y nos perdimos por caminos muy distintos.
            Años después coincidimos en el mismo oficio: el periodismo. Mi entrañable amigo en el decano “El Comercio” y el que suscribe en el Movimiento de “Voluntad” sin que uno supiese que era eso del yugo y las flechas. Se creía, por entonces, que había una gran rivalidad, rayando casi en la enemistad, entre el personal de ambos periódicos. Y fue por entonces cuando empezamos a coincidir en El Molinón, haciendo vestuarios. Y en el hípico, Y en la Casa de Socorro. Y en los Juzgados. Era la auténtica escuela de periodismo. Hacer algo de todo.Y patear la ciudad. Buscar la noticia. Las notas del Juzgado y los sucesos de la Casa de Socorro nos los intercambiamos metiendo papel calco a la máquina de escribir. Hoy por ti y mañana por mí. Y los directores, sin enterarse.
            -Oye, “fiu”, te llamo porque no pude ir a los vestuarios y no sé lo que dijo el entrenador del Depor.
            -Lo de siempre, ya sabes, que los partidos duran noventa minutos, que pudieron ganar pero que tuvieron mala suerte.
            -Con eso me arreglo “fiu”, te dejo porque tengo que mandar una crónica para la Voz de Galicia.
            Moro llegaba al Molinón acompañado de tres o cuatro probes de pedir a los que pasaba por la puerta del fondo sur como Pedro por su casa. Yo llegaba con mi micrófono y mis cables para las Ondas Populares Españolas –la cadena de los curas con emisora fundacional en el Monte de La Luz de Avilés- y hasta nos llegamos a intercambiar algún becario de la Cocina Económica de los que nos acompañaban  y que no tenían  ni una peseta para pagar la entrada. A los periódicos llegaban invitaciones en cantidad pero esas se las repartían los jefes y jefecillos. Como siempre. .
            El día que Alfonso Camín llegó del exilio a El Musel allí estábamos Moro y el su “fiu” haciendo guardia. Creo recordar que Isabel, vestida con el traje regional, formaba parte del grupo folklórico que esperaba la llegada del vate de Roces. Y nos marchamos todos a Porceyo, el pueblo gijonés preferido de Moro.
            José Avelino Moro, a quien seguí día a día en aquella ingente labor que hizo creando el Pueblo de Asturias, fue un  periodista como la copa de un pino. Escribió hasta el mismo día en que nos dejó. Independiente, trabajador, gran conocedor de su ciudad y de los personajes y personajillos que ostentaban el poder en cada momento solía sentenciar: “Son honrados hasta que les ponen un puro en la boca”. Siempre me elogió mi columna diaria en la penúltima de “Voluntad” que se titulaba “Ecos de Asturias” y muchos de los logros que conseguía para su museo etnográfico quedaban reflejados, a toro pasado porque la exclusiva era suya por derecho propio, en mi sección. Y aquellos elogios a mi labor periodística me sonaban a música celestial.
            Fue un honor ejercer como “fiu” de Moro. Ahora, con la jubilación jubilosa ya en mí alforja llego a la conclusión de que Gijón está en deuda permanente con uno de los periodistas que lo dio todo a su ciudad. Nada menos que un museo etnográfico conseguido pieza a pieza y pueblo a pueblo. Ni aquellos prebostes de entonces ni los de después tuvieron un gesto de agradecimiento. Seguramente porque Moro siempre tuvo inclinación por aumentar y consolidar aquel  inolvidable grupo de pobres de pedir, amigos entrañables, que colaba en los graderíos de El Molinón y que eran felices gracias a mi inolvidable, llorado e inimitable amigo que un día en Casa Paulino me llamó “fiu”.  Ha sido el mayor honor que he tenido en mi medio siglo de trabajo en los periódicos y en la radio: Conocer, tratar, intimar, querer y aprender algo todos los días de mi maestro José Avelino Moro, un hombre fundamentalmente bueno, al  que José Luis Campal y Aurora, con el buen hacer que caracteriza sus trabajos,  han rescatado ahora del olvido. 

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