(3ª PARTE)
--¿Qué ves, Jeremías?
Respondí:
--Higos, Señor, higos; los buenos son muy
buenos, y los malos son tan malos que no se pueden comer.
(Del libro
profético Jeremías)
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Lo de más lujo
material que, al parecer, posee Benedicto
XVI es una preciosa colección de cruces pectorales,
de oros con piedras preciosas incrustadas, que también están ya a buen recaudo
de las manos ladronas. Su secretario particular o “pasqualino” es tentado por
el saber, las ciencias político-religiosas y las lectiones magistrales, colocándose gorritos universitarios, que no
mitras episcopales, lo cual, por ahora, da tranquilidad; además, en este
tiempo, no existe nada parecido al sindicato
Solidarnosc. Hace unos meses, mi amigo, purpurado junto al Tevere, me dijo:
“Hasta los ceremonieros encabezaron mitras –caro
Angelo-; que lo de monseñor Virgilio Noé fue otra cosa”. Es verdad que Benedicto
toca el piano y que escribió sobre el
Niño Jesús, pero eso no significa que navegue, flote, vuele o transite entre
nubes, es decir, que no gobierne. De eso, nada, siendo esa, precisamente, la
causa de que esté sometido su Pontificado a una continua desestabilización y desde
el principio (2005).
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Y volvamos a
lo de la aristocracia cardenalicia, que parece resistirse (se recomienda con
humildad la lectura de Y la tormenta se
desató sobre el Vaticano el 4 de abril de 2010 y Alarmas papales el 7 de marzo de 2010). No es sorprendente –tal
vez, a algunos sorprenda- que el canon 230 del Código de Derecho Canónico de
Benedicto XV (1917), calificase al colegio de cardenales de “Senado del Romano
Pontífice”. Y lo de Senatus nos introduce, por la puerta principal, en la Roma Imperial y en
su Derecho. Fue Max Weber el que, a principios del siglo XX, fijó en tres los logros
evolutivos del mundo antiguo: el
monoteísmo judío, el derecho romano y la institución eclesiástica romana.
No hay duda de que sobre la base del derecho romano se desarrolló el
cristianismo latino y su esencial derecho; ese derecho al que Su Eminencia el cardenal Bertone,
atribuye una “dimensión de ejemplaridad para la sociedad civil, induciendo a
considerar el poder y su ordenamiento como un servicio a la comunidad y en el
supremo interés de la persona humana” (Discurso de 14 de marzo de 2012).
¡Ojala, ojala! pero…
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El beneficio de
Constantino para la Iglesia
fue inmenso, y la estructura del Derecho Romano, trasplantada a la Iglesia, fue
una de las claves de la sobrevivencia católica hasta hoy. El aristocratismo senatorial romano, su auctoritas, vive aún hoy en el
aristocratismo del colegio de cardenales, sin deber confundir a ese Colegio
de vetustos con la Curia ,
que es diferente, aunque también la compongan vetustos. Lo parecido, por ser de
la misma herencia, tiene, naturalmente, sus inconvenientes, pues hasta se
heredan las deudas. La burocracia eclesiástica funcionó muy bien, consiguiendo
--naturalmente con la ayuda del Espíritu Santo-- la permanencia de la Iglesia , de 2012 años de
edad (al cardenal Lustiger, según
escribió el 22 de diciembre de 1995 y quizá
por ser judío, no le parecieron suficientes).
Que haya
tensiones entre los que están dentro de la Curia y los que están fuera, es normal, nada
llamativo; los intereses siempre van en función del lugar que se ocupe: bien dentro o bien fuera, cómo bien
explicara Max Weber. Por ello, las continuas
apelaciones a reformar y descentralizar la Curia romana, incluso blandiendo textos del
Concilio Vaticano II, provocan y provocarán las resistencias propias de las
potentes burocracias y “de los de dentro”. En el Mayo de 1968 se coreaba y
pedía: “El poder en todas partes (partout),
incluso en el centro”. Eso, como tantas cosas de entonces, hoy suena a
majadería de majaderos. Escrito lo cual, no quiere decir que no haya que
denunciar abusos, hechos y prácticas, jurídicas y no jurídicas, impropias del
tiempo presente, que no es el del Bajo Imperio romano o de la Edad Media.
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No puedo
detenerme en el fascinante asunto del “análisis teórico y la compleja
casuística derivada de los supuestos de transmisión y usurpación del poder imperial“ (Derecho público romano de Fernández de
Buján); sólo señalaré que, para evitar guerras civiles, crímenes y usurpaciones,
los juristas echaron mano de esa ficción familiar y filial, que se llamó la adoptio (adopción). Mas tarde, los
bárbaros godos, cayeron en la cuenta que era preferible esa extravagancia consistente
en que el Monarca lo fuera gracias a las peripecias
ambulatorias de los espermatozoides de su papá y los óvulos de su mamá, que
no por un sistema electivo en el que moría hasta el apuntador (esto,
naturalmente, debería explicarse más, con remisión a textos romanos, a los
Concilios de Toledo y a la sabiduría del profesor G. de Valdeavellano.
Hoy, el único
Soberano por elección (per scrutinium), por mayoría de “aristócratas”, es el papa, que, por lo que
resulta de lo anterior, es un proceso muy delicado por desestabilizador. Es
verdad que, como escribiera Carl Schmitt, citando a Dupanluop, “el último
pastor de los Abruzos tenga la posibilidad de convertirse en ese soberano
autocrático”, pero eso tiene un coste inmenso, inmenso, por luchas e intrigas.
No hay “Cursus Honorum” más
endiablado para llegar a ejercer el cargo –papa- más complicado en la Tierra.
(Continuaremos,
4ª Parte, no contando anécdotas de cónclaves, que se pueden leer en historias y
libros de vaticanistas, sino con categorías como la Constitución Apostólica Vacantur
Apostolicae Sedis, promulgada por el canonista Papa Pío XII, el 8 de
diciembre de 1945, con esa regla tan peculiar para la elección del Romano
Pontífice, del duae saltem ex tribus parti bus Cardinalium, UNO PLUS. Analizaremos
la edad del elegido, que amortigua tensiones si es “joven” o que las acelera si
es ya anciano. Concluiremos con la sorpresa por haber visto a un cardenal muy papable, en Paris, a
finales de febrero de este mismo año, en las inmediaciones de Notre-Dame de Paris,
con preocupantes síntomas de artrosis
en los dedos de sus manos. Y ¡con lo que muestran los papas sus manos!
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