El Palacio sobrevivió a su Marqués (de La Rodriga), palacio “campomanero”, sombrío y mortecino, era habitado sólo por duendes enlutados y fantasmas transparentes con carnes como de medusas. Los árboles del jardín de al lado se amustiaban por aburrimiento, con ganas de cambiar de suelo y lloraban mucho, más los sauces de por si llorones. De repente, se produjo el cambio: de noche salieron de palacio las ánimas en pena, y de día entraron niñas y niños con jolgorio y músicas de cornetas y carracas; las niñas saltaban a la comba, con cajitas vacías de betún para “el cascayu”, y los niños se subían a caballitos de cartón con ruedas de madera.
Fue idea de unas “teresas”, las del Padre Poveda, hacer del Palacio marquesal un colegio y, como ocurre con las cosas santas, lo dicho y fue hecho. La calle Campomanes siempre fue de “teresas”, de las otras, las teresianas fetén: las monjas del Padre Ossó - que siempre llamé Padre Oso por gustarme más-, con convento o colegio en la calle González Besada, prolongación de la de Campomanes. Las nuevas “teresas” eran raritas: se decía que eran monjitas y se decía lo contrario, que eran “señoritas”. Acaso fueran las dos a la vez, pues vestían como monjitas y como señoritas: medias grises sin enseñar ligas o sujetadores, faldamentos largos (entre rodilla y tobillo) moviendo los culitos sin salsa y sin sal, un peinado “a lo garçon”, y con neceseres o estuches vacíos de pinturas de labios y de polveras con espejito, tal como eran las de Marilyn, la Monroe, la Monroe, no la perrita de Herta Frankel.
Ver subir o bajar por Campomanes a las otras, las Teresianas del Padre Oso, que iban y venían emparejadas como la Guardia Civil, era de gozo (palabra esta última, ahora muy oída en bocas vírgenes de celibatarios). Eran, como su hábito, marrones oscuras, de cabeza a pies. Arriba, la toca ceñida rodeaba sus caras haciendo un extraño semicírculo, semejantes a las damiselas del cardenal Richelieu o a santas de estampitas con corona o halo de eso, de santas. De la cintura hacia abajo, por enaguas, enagüillas y pololos, con mas capas que las cebollas, resultaban modélicas a las mismísimas “meninas” velazqueñas o de Velazquez. Dicho lo cual, con dulzura de mieles y no con vinagre de hieles, pues las Teresianas del padre Oso (aunque santo, debió ser muy oso para vestirlas así), emperifolladas en tocas y encebolladas en faldas, fueron las primeras –no lo olvidaré- en enseñarme las letras, y ante ellas hice mi solemne renuncia a Satanás, “a sus pompas y a sus obras” (por mi aversión a las pompas satánicas, jamás soplo a líquidos o a sólidos jabonosos), que en ello sigo, aunque con muchos enredos de Fe, la pública, la privada, la del Cielo y la de abajo; todo mezclado y en revoltijo.
Tanto teresiano, junto y apretado, hacía que la penetración de las Ursulinas en la calle Campomanes fuese mal visto. Cuando el autobús “ursulino”, con Paco, gordo y al volante, pasaba por mi calle a recoger a la única nena “ursulina” de la calle (Mariquita llamábase), se producían protestas, que obligaron a trasladar la parada a la Plazuela San Miguel. No es, pues, extraño que mi primer “embarazo” serio fuese, precisamente, con una monja ursulina. Resulta que, por ser de la Acción Católica (de los Maristas) --otros eran de la OJE (de los falangistas), maldiciéndose por Oviedo que el Obispo gordo era más de la OJE que de la A.C.--, los domingos, al mediodía, regresaba, junto con otros, de catequizar en la ermita de Guillén Lafuerza, subidos en el autobús de las Ursulinas que allí bajaban a lo mismo desde su Naranco o “montañita mágica” ovetense, separados los colegiales –siempre atrás y cuanto más atrás mejor- de las colegialas –siempre delante y cuanto más delante mejor-, y en medio, las monjas en línea o en fila para separar por un si acaso.
Me vi, pues, teresiano de Campomanes en territorio enemigo, y en el que ocurrió un domingo el suceso tremendo: fue subiendo por la empinada cuesta de la Vega (Azcárraga); de repente, el autobús hizo un ¡cataplum, plum, plum! y frenó con brusquedad. Una monja, junto a mí parapetada y ojo avizor, perdió el equilibrio, se enredó con su hábito y con su cordón morado, como el umbilical, y quedó sentada entre mis piernas sujetándola con abrazos. Ese momento fue muy sentido de un no se qué, como si hubiera chispas y centellas. ¡Qué fenómeno aquel, en el Oviedo antes del Concilio, tener a una madre ursulina entre piernas y brazos! Claro que luego, con lo del Concilio…Del fenómeno pongo dos testigos: Luis Pérez Montoto (con domicilio entonces en Cervantes, junto al Cine Ayala) y Manuel del Llano Alba (con domicilio entonces en Argüelles, encima de “La Paloma”).La calle Campomanes, que era de mucho orden y de procesiones (nazarenas y carmelitanas), recibió a unos que llamó paletos, venidos de la Alcarria y cantantes de “Miel de la Alcarria, Miel” o de “A la riiica mieeeel”. Vestían blusones, pantalones de pana, y calzaban alpargatas. Encasquetaban boina y al quitarla, unos mostraban calvas con brillos como de Netol frotado y otros se peinaban como jugador de ahora de la Selección de Futbol –espero que don Ramiro Fernández, a partir de ahora, no me mire mal o no me haga jeroglíficos con su navaja barbera-. Tenían los mieleros orejas grandes, que eran como facistoles para lecturas sacras de canónigos regalones, vestidos con ropas talares. El caso es que vendían mucha miel, que sacaban de toneletes colgados al cuello con cazos o cacillos muy largos y que pesaban con una balanza romana; con aquella miel untaba las galletas “Maria” o Artiach”, unas duras y otras revenidas, guardadas en la lata vacía del “Cola-Cao”. La miel y los mieleros me gustaron mucho; tanto que, al enterarme que un gallego escribió un “Viaje a la Alcarria”, fui a comprar el libro a don Alfredo Quirós, de la Librería Cervantes - de paso, ver su pajarita, que, por grande, era más un pajarito-. Ese librito me decepcionó, pues queriendo leer historias de mieles y de mieleros, sólo leí de mulas y ovejas (la única vez que el viajero escritor “saca” una abeja, la saca más como mosca “cojonera” que como lo suyo genuino). De eso partió mi hostilidad literaria a Camilo Cela, lo cual comenté a finales de los años setenta a otro escritor, don Marcial Suárez (de Allariz), en su piso madrileño de la Avenida de América, antes de saber lo que muchos maldecían: que era el de Allariz (Orense) uno de los “negros” de Cela. Don Marcial, muy discreto y misterioso, me dijo: “Ángel, has de saber que si un gallego, además de inteligente, sabe incensar a los Borbones con el Botafumeiro, puede conseguir lo que quiera” (Cela era entonces senador por designación real, antes de lo del Premio Nobel). Ahora, por lo que sé y con lo que sé, estoy pensando en otro gallego inteligente, más vivito que coleante, que, por ser de mucho botafumeiro, viste de colorín colorado. ¿Quién será, seraaá?
Y antes de regresar a mi Campomanes, que es lo debido, pues, si no llego o llego tarde, me riñen, cuento que de lo dicho por don Marcial, fue testigo su hijo Santiago, que era catedrático de Griego en el Instituto de Santa Marta de Ortigueira, pueblo en el que yo era el notario, con “jurisdicción” en el paraíso terrenal y celestial que va de la ría del Barquero a cerca de Ferrol. Siendo muy diferentes los dos –Santiago era muy rojo y yo muy descolorido-, estábamos convencidos de ser ambos unos malditos fracasados a lo Baudelaire por ser lo que no queríamos: él quería ser notario y yo quería ser catedrático de griego (ser esto último, en un pueblo gallego de las Rías Altas, me pareció siempre, incluso ahora, una extravagancia elegantísima). Además estábamos de acuerdo que la profesora de Ciencias Naturales tenía un no se qué de bruja o meiga.
Ya en Campomanes, Margarita, que era la ama de llaves del Palacio del Marqués de Aledo (el cuarto, don Ignacio Herrero Collantes) –en verdad no era ama de nada, sino era lo contrario-, allí estaba dispuesta, con caldero, palangana, estropajo y escalera a limpiar los ventanales palaciegos, pues el señor Marqués había anunciando desde Madrid su llegada con ocasión de La Ascensión. Margarita, que nada tenía de margarita, ni los pétalos ni el color…
(Continuará si Dios quiere)
Para información: Hace días, don Julio Escribano, que en la Crónica XXVI se destacó su reciente y magnífico libro sobre “Las cartas de don Pedro Sainz Rodríguez”, me telefoneó desde Madrid para agradecer la mención, anunciándome que tiene cosas interesantes que explicar sobre don Pedro y Clarín.Días antes de morir, el insigne y recordado don José María Martínez Cachero me telefoneó contento por el recuerdo cariñoso que de él hice en Crónica por haber sido para mí, con once años, un importante profesor (de Geografía Universal).
A ambos, gracias.
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