martes, 2 de noviembre de 2010


Entro esta mañana en el blog y veo que hay más de 16.000 entradas. Cifra que ya sé es nimia, si se tiene en cuenta el alcance de este medio, en el que los lectores se cuentan por millones. Finalidad que, por otra parte, nunca perseguí. No me gustan las multitudes, prefiero los círculos reducidos. Ya sé que lo que digo se contradice con lo que hago. Nadie en su sano juicio lanzaría nada a la Red con la pretensión de pasar desapercibido. Pero tampoco se trata de eso. En el fondo, el hecho de escribir y no saber a quién puede llegar lo que digo, me produce una curiosidad especial que, como nunca puedo saciar, se retroalimenta continuamente y genera ese placer de los objetivos que son gratos hasta que se consiguen; que es cuando decae el interés y hay que perseguir una nueva ilusión, con esta práctica eso no me sucede nunca. ¡Vaya jardín en el que me he metido! No sé si supe explicar lo que quería. Pero bueno, sigo, pienso que alguien me entenderá. Tiene para mí el escribir una triple función, como mínimo. Por una parte, suelto la adrenalina que me sobra sin molestar, a priori, a nadie. Por otra, establezco un vínculo de comunicación con…. Bueno no sé muy bien con quién, pero así no hay el problema de la discrepancia. Que no es que no me gustase tener contrincante, pero…, hay lo que hay. Y, por último, la parte más divertida, aquella en la que entra en juego mi imaginación. Un poco el escritor al revés. Trataré de explicarlo, porque tal como voy soy consciente de que no se me entiende nada. Todo lector que se precie trata de interpretar lo que lee. Pues yo lo hago al revés, intento crear la figura del lector. Trato de ponerme en su lugar y dejo que mi imaginación vaya creando distintos personajes –posibles lectores- que se camuflan detrás de lo que no es más que un contador de visitas. No tienen nombre, no tienen cara, pero leen lo que escribo. Supongo que alguna razón tendrán. No creo que 30 ó 40 personas que acceden, más o menos todos los días al blog, lo hagan para torturarse. Y así voy creando distintos tipos de lectores. A mi aire, lo mismo que escribo, sin mucho orden, sentido ni concierto. En el recorrido me encuentro con un lector amable, que sólo intenta pasar un rato, comunicarse conmigo de alguna manera, compartiendo lo que escribo, asintiendo o discrepando, que eso es lo de menos. También estará por ahí el lector puntilloso, el que con sumo gusto colocaría los puntos y las comas en su sitio, con toda seguridad más conveniente que allí donde yo las he ido soltando; ahí habrá una crítica segura. Pero con un poco de suerte será benevolente con mi ignorancia. Luego aparecerá el purista de la lengua, el más temible, también el más asistido por la razón, el que se preguntará por qué me empeño en escribir si no lo hago con la corrección debida. Ése tendrá razón, aunque puede que no le haga caso. La ignorancia…la ignorancia que siempre es muy atrevida. Y finalmente están quienes me leen exclusivamente por que hablo del patio de mi casa, del pobre de la esquina, de mi viejo perro, de cosas vulgares, cotidianas, de aquellas que constituyen el día a día de todos. Aunque todos no seamos iguales, o aparentemos no serlo.

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