Las trabas administrativas ahogan a las aspirantes a amagostadoras
Mientras en la Asturias de las castañales el fruto se
pudre en el suelo todos los años con las lluvias de otoño, en la ciudad más
poblada del Principado a ocho mujeres, que están en el paro y padecen una
situación económica muy delicada y que pretenden vender castañas amagostadas en
la calle se les exige una serie de condiciones para sus chiringuitos, para su
indumentaria y para su situación laboral que es muy posible que las haga
desistir del eventual amagüestu de temporada.
Estas buenas señoras
-a lo mejor hay entre ellas alguna señorita, pero desconozco el detalle y tampoco tiene mayor relevancia- se les exige que estén perfectamente
uniformadas, que el puesto de amagüestu y de venta esté equipado con medidas de
seguridad contra el fuego del carbón vegetal, que se sitúen en espacios
predeterminados por el Ayuntamiento, que haya una distancia adecuada de unas a
otras -como si fuesen farmacéuticas, salvando las distancias- y es
imprescindible que estén dadas de alta en la Seguridad Social como autónomas.
Algunas de ellas son hijas y nietas de amagostadores callejeros de gran
tradición en la ciudad.
Actualmente ya resulta difícil encontrar
castañas a la venta digamos que al por mayor si exceptuamos los mercados
semanales de Grado y Cangas del Narcea. El principal problema que tienen las
comisiones de festejos de los pueblos que organizan amagüestos está precisamente
en encontrar los sacos suficientes del depreciado y despreciado fruto para dejar
satisfecho al personal. Decirles a los jóvenes de nuestros pueblos que vayan al
«buscu» es tanto como darles una bofetada en pleno rostro a las siete de la
mañana, que es la hora adecuada para ir al monte. Y aunque se les garantice que
lo que saquen es para gastarlo ellos en la discoteca el fin de semana puede
ocurrir que te digan eso de «qué pasa contigo, tío» aunque seas el padre o el
abuelo. Sólo algunos, ya no de la tercera sino de la cuarta edad, tenemos
constancia de lo mucho que significaron las castañas de nuestros montes -y a
veces hasta de los ajenos- en los años ya no del estraperlo, sino incluso
bastante más acá. Las castañas, para un capricho, se compran ahora en la tienda
de algún pueblo o en los mercados mencionados anteriormente. Como si fuesen
gratis.
Algo está funcionando mal, muy mal, en esta economía que los
políticos titulan siempre como sostenible y que no se sabe muy bien lo que es
para que a ocho mujeres que están en el paro, que quieren trabajar, que hacen
una inversión construyendo un chiringuito con caldera para amagostar y que se
proponen vivir un par de meses de su trabajo les pongan tantas trabas
administrativas que a lo mejor optan por quedarse en casa y solicitar los
cuatrocientos euros esos de marras para quien está mano sobre mano. Y es un
trabajo honrado, guapo de verdad, porque al menos no se pasa frío y les puede
aliviar su propia economía y la de los suyos. Ellas no piden subvenciones ni
mamandurrias. Simplemente quieren amagostar castañas en la calle y venderlas,
recién sacadas del horno, metidas en un cucurucho de papel. Pero para empezar a
negociar les piden un montón de papeles. Timbrados, sellados y registrados.
¡Toma? castaña!
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