lunes, 3 de septiembre de 2012

"VENDER CASTAÑAS", artículo del periodista JOSÉ DE ARANGO publicado en "LA NUEVA ESPAÑA"


Las trabas administrativas ahogan a las aspirantes a amagostadoras



 Mientras en la Asturias de las castañales el fruto se pudre en el suelo todos los años con las lluvias de otoño, en la ciudad más poblada del Principado a ocho mujeres, que están en el paro y padecen una situación económica muy delicada y que pretenden vender castañas amagostadas en la calle se les exige una serie de condiciones para sus chiringuitos, para su indumentaria y para su situación laboral que es muy posible que las haga desistir del eventual amagüestu de temporada. 



Estas buenas señoras -a lo mejor hay entre ellas alguna señorita, pero desconozco el detalle y tampoco tiene mayor relevancia- se les exige que estén perfectamente uniformadas, que el puesto de amagüestu y de venta esté equipado con medidas de seguridad contra el fuego del carbón vegetal, que se sitúen en espacios predeterminados por el Ayuntamiento, que haya una distancia adecuada de unas a otras -como si fuesen farmacéuticas, salvando las distancias- y es imprescindible que estén dadas de alta en la Seguridad Social como autónomas. Algunas de ellas son hijas y nietas de amagostadores callejeros de gran tradición en la ciudad. 




Actualmente ya resulta difícil encontrar castañas a la venta digamos que al por mayor si exceptuamos los mercados semanales de Grado y Cangas del Narcea. El principal problema que tienen las comisiones de festejos de los pueblos que organizan amagüestos está precisamente en encontrar los sacos suficientes del depreciado y despreciado fruto para dejar satisfecho al personal. Decirles a los jóvenes de nuestros pueblos que vayan al «buscu» es tanto como darles una bofetada en pleno rostro a las siete de la mañana, que es la hora adecuada para ir al monte. Y aunque se les garantice que lo que saquen es para gastarlo ellos en la discoteca el fin de semana puede ocurrir que te digan eso de «qué pasa contigo, tío» aunque seas el padre o el abuelo. Sólo algunos, ya no de la tercera sino de la cuarta edad, tenemos constancia de lo mucho que significaron las castañas de nuestros montes -y a veces hasta de los ajenos- en los años ya no del estraperlo, sino incluso bastante más acá. Las castañas, para un capricho, se compran ahora en la tienda de algún pueblo o en los mercados mencionados anteriormente. Como si fuesen gratis. 

                                                             
Algo está funcionando mal, muy mal, en esta economía que los políticos titulan siempre como sostenible y que no se sabe muy bien lo que es para que a ocho mujeres que están en el paro, que quieren trabajar, que hacen una inversión construyendo un chiringuito con caldera para amagostar y que se proponen vivir un par de meses de su trabajo les pongan tantas trabas administrativas que a lo mejor optan por quedarse en casa y solicitar los cuatrocientos euros esos de marras para quien está mano sobre mano. Y es un trabajo honrado, guapo de verdad, porque al menos no se pasa frío y les puede aliviar su propia economía y la de los suyos. Ellas no piden subvenciones ni mamandurrias. Simplemente quieren amagostar castañas en la calle y venderlas, recién sacadas del horno, metidas en un cucurucho de papel. Pero para empezar a negociar les piden un montón de papeles. Timbrados, sellados y registrados. ¡Toma? castaña!

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