A la hora de lanzarnos al asueto,
nos damos cuenta de que no hemos cambiado tanto de cien años para acá, por
mucho que nos parezca que «los tiempos avanzan que es una barbaridad» y otras
zarzuelerías. Bien se ve recurriendo a la moviola festera y preguntándonos qué
petaba de las celebraciones mateínas de 1912.
Lo más descollante de aquel programa
lo constituyó una macrotómbola benéfica, por entonces denominada «kermesse», de
agárrate que hay curva, un megarrastrillo presidido por la marquesa de
Argüelles que tomó diariamente el pulso a la ciudad, ya que por él pasaba toda
personalidad que se preciase, dado que subastaba un sinfín de objetos donados
por la nobleza y aristocracia (realeza incluida) y por los notables de la vida
política, social e intelectual, y cuya recaudación se destinaba íntegra al
sostenimiento de la encomiable institución La Gota de Leche. No le fue a la zaga, en lo de
concitar el interés unánime, un monumental festival de jota en el teatro
Campoamor que arrastró tras de sí a una ingente cantidad de aficionados y de
aragoneses, pues la colonia baturra de Oviedo era considerable; hubo
actuaciones de grupos y solistas y demostraciones espontáneas de contento y
bienestar, hasta el punto de que un orador manifestó que los cantares astures y
aragoneses eran «la savia del pueblo, la fuente prodigiosa en que se recogen
las más puras afecciones y sentires del alma popular». Torner dixit.
El deporte estaba a la orden del
día, pues aunque aún faltaban años para la fundación del Real Oviedo, existía la Sociedad Oviedo
Foot-Ball Club, la cual organizó un campeonato de balompié, dotado con 100
pesetas, que la escuadra local arrebató a su eterno rival, si bien hubo airadas
quejas entre las clases conservadoras por la facilidad con que los jugadores
proferían blasfemias. Pero en San Mateo no reinó sólo el juego importado de
Inglaterra, pues hubo concurso de bolos en el Postigo, campeonato de tiro de
pichón, una prueba ciclista y hasta una carrera automovilística que partió del
café Cuevas, en la calle Uría, y situó su meta en el alto de Buenavista,
competición en la que participaron trece aguerridos conductores y cuyo vencedor
invirtió en el recorrido algo más de dos minutos.
Si bien no dejó de haber teatro (se
representaron en el coliseo principal piezas de Benavente y los Quintero), el
espectáculo estuvo servido por dos corridas taurinas a cargo de los diestros
Vicente Pastor y Tomás Alarcón, quienes con sus cuadrillas se enfrentaron a
morlacos que llevaban nombres como «Veterinario», «Carbonero», «Comisario»,
«Pimiento» o «Cigarrón». Y sobremanera la expectación la despertó una magna
exhibición aeronáutica –signo de progreso y modernidad rabiosas– en Silla del
Rey de los aviadores galos Lacombe y Poumet. Los fuegos artificiales, otro
plato fuerte y que se degustaba desde el Bombé, fueron de la marca palentina
Hijos de Alonso. Para los creyentes devotos, se expuso en la catedral el Santo
Sudario.
Tampoco escasearon las críticas y
censuras a, por ejemplo, el escaso presupuesto de que dispuso la comisión, a la
instalación de barracas en la
Escandalera (¡quién lo diría hoy!) y de chigres en el campo
San Francisco que no pagaban contribución, o al escándalo nocturno de los
bebedores sin hora, como decía sardónicamente «El Carbayón»: «Resulta
encantador oír, en el silencio de la madrugada, las voces armoniosas de media
docena de curdas cantando a grito pelado, o las amenísimas, elegantes y
profundas discusiones de los científicos de taberna que siembran sus parrafadas
de frases cultas y finas de concepto y expresión». Más alto quizá, más claro
no.
Los festejos de la centuria pasada
(llegaron más de 20.000 forasteros para el Día grande) no eran muy distintos de
los que ahora se estilan. ¿O sí?
(LA NUEVA ESPAÑA, 21 de septiembre de 2012)
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