miércoles, 26 de octubre de 2011

Artículo del notario ÁNGEL AZNÁREZ, publicado el LA HORA DE ASTURIAS

Ilustraciones del autor

MUY PÍA, MUY FINA Y CON EL MARQUÉS AL FINAL

Crónica de excentricidades Por Ángel Aznárez

Ahora que ya estamos en la Crónica número XXV, que es número para celebraciones, para bodas de plata, grises como la plata o las nubes, explico que estas Crónicas, que pretenden ser crónicas no anacrónicas, sólo se nutren de la memoria o Mnemosina, a veces con fuerza de musa divina y a veces frágil como pompa jabonosa, que es bluff y hace pluff. Se nutren de imágenes, de sensaciones, caprichosas y de berrinches, grabadas muy dentro, en el sagrario del alma, como a sangre y fuego, allí donde los duendes y fantasmas mandan a sus antojos. El cronista tiene prohibido lo fácil, que es hurgar como polilla en hemerotecas y papeles; de eso, aquí, nada, y de lo otro, de la memoria, imágenes y sensaciones, todo y muy cierto.

Frente a eso de que la cara es el espejo del alma, creo recordar que fue el periodista Corpus Barga el que dijo, a principios del Siglo XX, que no; que la cara no es el espejo del alma, que la cara de cada quisque es el espejo del paisaje, de su paisaje. El caso es que si Corpus Barga tuviera razón, mi cara, sin necesidad de cosmética o de Visnú, ideal para el cutis, debe ser el espejo de la calle Campomanes, paisaje matricial y puberal. De ahí me arrojaron, como con fórceps de tocólogo, unos vándalos bárbaros, zotes y azotes, armados con piquetas y excavadoras para derribos inmobiliarios; unos mostraban el rostro y otros ponían la máscara de testaferros a soldada. El saqueo de Roma por los “alaricos”, tan bien y genial pintado, quedó fijado cual carta de ajuste al ver el saqueo, por los “atila”, de la calle Campomanes y de otras calles de este “oviedín del alma”, así llamado tontamente.

Que la calle Campomanes fue muy burguesa, muy pía y muy fina, ya resulta de crónicas precedentes; ahora sólo toca el remate o los pequeños detalles. En ella vivían prebostes burgueses de la industria, como la de escayolas y yesos de Mortera, el de los morteros; como la de automoción Renault, que empezó con el 4-4, luego 5-5, abundante por don Abundio Gascón, que no de la Gascona ni de la Gascoña, qué coño. Prebostes del comercio, como el de ultramarinos exquisitos La Suiza, la de la calle Jesús; de artículos para pasteles, bollos sin o con meollo y roscas por San Antonio o San Blas (Artconfit). También prebostes rentistas, los más burgueses, incluido algún sobrino de aristócrata marqués, y uno de la “banquería”, que así llaman los argentinos del “corralito” a los de la banca; rentistas unos, como don Pepito del Rosal y sus “primitas” –eran señoritas-, que lo eran porque vivían de cobrar rentas, que es una cómoda manera de sobrevivir, propensa a la vagancia y a la extravagancia, y rentistas otros que lo eran porque vivían para pagar precisamente las rentas.

Muy pía era la Calle, pues si ellos eran caballeros de la Adoración Nocturna –algunos lo eran a jornada completa, por ser de la nocturna y de la diurna-, ellas, metódicas, que tenían que llevar muchas cuentas de varios métodos, incluido el de mucho ojo, ojito y de puntería, también llevaban las de Los Primeros Viernes de Mes, de comulgar los nueve primeros, por devoción al Sagrado Corazón, que incluía el añadido de rezos caseros ante hornacina y peana con la Santa Figura, de destacado músculo cardíaco, que una beata limosnera traía y llevaba, subía y bajaba. Los apuntes de las cuentas y de los métodos se hacían en unas libretitas con bordes rojos y tapas como de Misal, que vendía doña Pepita, de la Librería Guillaume, en la calle Magdalena, que era librera aunque parecía maestra; en zapatillas, con medias de punto primero de luto y luego de alivio, potente ella en piernas y cadera (como una camilla de mesa), y con “cuartón” oscuro en la trastienda al fondo (al frente estaba el escaparate con cromos para niñas, lapiceros de colores Alpine y muchos catecismos. Todo aquel trajín fue por ocurrencia de una Santa, Margarita María Alacoque, muy seguida y rezada in illo tempore, cuyos dos nombres y el apellido no eran de baratillo.

Gracias a esa Santa descubrí que con el añadido de María al nombre propio, éste luce y reluce mucho más. Por ejemplo, si Antonio, Antón (con o sin boina) o Toño suman el María, la cosa cambia mucho; da un realce como de abolengo o de linaje, y ello gratis. Sorprende que en estos tiempos, de hilaridad provinciana por aparentar ser neo-nobles, de rebusca de antepasados como ratones al queso, tan pocos hayan tenido la ocurrencia de colocar siempre un María entre el primer nombre y el apellido, sea éste simple o compuesto, de composición más artificial que natural. Dos muy reverendos y eminencia, gallegos, llevan con primor ese María en el nombre; uno, de la Orden de la Legitimidad Proscrita (por “carlistón”), don Ramón María del Valle-Inclán y Montenegro, y otro un Cardenal de España, Cisneros de hoy y de los actuales Reyes Católicos, don Antonio María. Ambos, gallegos muy listos, más celtas que godos, manco el primero y de astucia luciferina el primero, también el primero (los vascos muy vascos siempre fueron muy dados a ponerse Marías, pero eso tiene otra causa, pues los vascones son matriotas y matriarcales, y los de aquí, de Oviedo, somos patriotas y patriarcales. Y lo de Alacoque, muy bonito, como de gallo francés, kikirikí del coq.

Y para cumplir el dicho “de padres gatos, hijos michos”, yo de la Acción Católica, catequista los domingos, allá abajo, muy lejos, primero en la ermita de La Santina en Guillén Lafuerza, luego en Ventanielles, siendo párroco un cura bueno, don Hermógenes, que en la nueva Iglesia, la de Sagrada Familia, desde el nuevo altar altísimo, predicaba como magistral de catedral antes del Concilio a catecúmenos portugueses, allí trasladados desde Las Segadas, y a catequistas burgueses, maristas y ursulinas juntos. De esta juntura deberíamos tratar en otra Crónica, señalando ahora como un motivo más de conflicto, que mi calle, Campomanes, era territorio teresiano, aunque con algunas deserciones por pasarse a las ursulinas, como las de Mariquita Mortera y Dolores Grande Covián; está última con la que compartí (junto con otros, Segura, Luis Crovetto, Corominas y uno de los Caicoya Gómez-Morán y de Muñóz Degraín) migajas o “recortes” sobrantes de caramelos en la fábrica que, de caramelos, hubo en la calle Sacramento. Muy querida, Dolores, más tarde, por sí y por ser esposa de estirpe de notario excepcional, don José Prieto Álvarez-Buylla. Fui y permanezco teresiano; pues fueron las “Teresas” monjas, de González Besada, las que me enseñaron dos cosas muy importantes y trascendentales: con poco uso de razón, las primeras letras, y, con mucha confusión, el aparato genital de las plantas, o sea, de las flores, tan de vírgenes.

Y era Campomanes muy fina, pues ellos saludaban en la calle levantando ligeramente el sombrero de fieltro gris, con banda negra rodeando la copa o corona sombreril. En realidad, más importante que quitar el sombrero para el saludo, era el ademán de hacerlo; para eso, los caballeros diestros juntaban arriba, para agarrar en la punta del casquete, los tres dedos principales de la mano derecha, y los caballeros siniestros los mismos dedos, pero de la mano izquierda. Ellas lucían bolsos de charol brillante y lustroso, comprados en El Caballo (enfrente del Ayuntamiento), oloroso a cueros, maletas y a tirantes nuevos, de largo mostrador y con la caja de cobros a la izquierda, protegida por un cristal grueso con agujero para meter boca o nariz, nunca mano. Ellos y ellas, agarrados por el brazo –ellas cogían a ellos, lo contrario era visto en la vía pública como un exceso o empalague-, salían de Campomanes, al paseo de la tarde, por Santa Susana o Martínez Marina con empaque y postín, y sin salir por Magdalena, que era tránsito mañanero, exclusivamente femenino, a los puestos aldeanos del Fontán y a la Plaza del Paraguas, la de la leche.

Aquellos tiempos eran de mucho charol, en bolsos, zapatos, botas, botines, botones y en los tricornios de los Guardias Civiles, que yo espiaba en el fielato de Olloniego, en la oficina de Telégrafos en Campomanes o en la fábrica de cementos de Sedes en Arbas del Puerto (cerca del Alto de Pajares) ¡Ay, ay, si escribiera sobre Sedes, lo que podría contar! Miraba como contemplativo y asombrado a aquellos tricornios, más de cabeza que de frente, que consideré de magia geométrica; pues eran y siguen siendo para nuestra fortuna de una rareza alucinante; ni triángulo ni circunferencia; algo semejante a lo que debe ser la cuadratura del círculo (por cierto, las casas-cuartel de la Guardia Civil, mezcla confusa de casa y de cuartel, sin saberse bien dónde termina la casa y dónde empieza el cuartel, son de una ambigüedad igual al tricornio; por ello ofrecemos al respetado Instituto un eslogan nuevo: “Casas-cuartel, el tricornio inmobiliario de la Benemérita(no es indirecta por lo de Roldán). También de “charol” eran las cucarachas negras y gordas, que se escapaban de las carboneras, debajo de las escaleras, que crujían al espachurrarlas contra la goma de la sandalia o de la wamba de Almacenes Generales, oyéndose un “kraak, kraak” seco, muy seco como un restallo. El carbonero, que iba cargado hasta los topes, nada podía hacer al llevar a la espalda el pesado saco con piedras negras, y que lo agarraba por los cornejales.

En Campomanes vivió también un marqués, que tenía mayordomo, palacio y jardín, el Marqués de la Rodriga, estando todo a la derecha bajando, pasada la Caja, la otra, la de Reclutas, y antes de llegar a Correos. Del Marqués, que con seguridad ya en Gloria estaba, se cuchicheaba mucho, que apenas entendía. Si entendí que era solterón, cachondón, “celestino” entre el “Comandantín” Franco y Carmina; tío de un matador torero, y amante de gallos con largos perendengues, muy largos, colgantes y colorados.

Continuará (Publicado en La Hora de Asturias, 25/10/2011)

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