DOMINGOS POR EL RASTRO
Acariciado ya por el último sol del verano, saboreando un aire tostado, voy hacia el Rastro en esta mañana de domingo. Se ve, deslumbrante, la playa canela de San Lorenzo, con su decoración de casetas de baño, que son como una parada procesional de nazarenos de colores. Y voy entrando en esta romería dominical por uno de los viales de sombra, hecha con copas de tilos, arces y robles de jardín. A este patio redondo, amplio como una pradera, van llegando también los coches y furgonetas destartaladas de los chamarileros, verdaderos cacharros estrellados, una y otra vez, en las cunetas o en los barrancos de la vida. Los puestos se arman bajo doseles de tela blanca o plásticos extensos, y van sacando, al sol, sus prenderías y cachivaches. De un baúl grande, viejo, lleno de arabescos de latón, sale un catalejo de cobre antiguo, largo y hermoso, parecido al de Fermo de Pas, magistral de la catedral de Oviedo, con el que miraba desde la torre a la Regenta. O quizá fuera como el de aquel viejo marino, moreno como una castaña, que llegó un día con su cofre a la posada del Almirante Benbow para hospedarse, y que recorría la bahía y los acantilados de la costa armado de un catalejo. Y un barómetro, ese médico que toma el pulso a la mar, que sabe de ráfagas y brisas, examinador del clima y conocedor de las patologías de las estaciones. Y plegadas sobre sí, un manojo de banderolas, flámulas y gallardetes, todos estrechos y puntiagudos, pintados con los colores de las banderas de Francia, Rusia, España y Portugal. Y un libro con el peaje de los faros y sus tarifas por tonelada al pasar los barcos delante de ellos, con descripción de las tres regiones de brumas que hay en el océano. Y más abajo, en una esquina del fondo, un catavientos, ahora aletargado, pero que con seguridad alertó muchas veces de la llegada de los equinoccios, de los vientos y tempestades del golfo, de las siete cuerdas de la lira de los aires del océano. Me lo compré todo, después del regateo, del tira y afloja, de marchar y volver. Y llevé a casa aquel cofre de altamar, seguramente de un circunnavegante. Como mi padre
(Publicado en el diario El Comercio, 14/o9/2011)
Acariciado ya por el último sol del verano, saboreando un aire tostado, voy hacia el Rastro en esta mañana de domingo. Se ve, deslumbrante, la playa canela de San Lorenzo, con su decoración de casetas de baño, que son como una parada procesional de nazarenos de colores. Y voy entrando en esta romería dominical por uno de los viales de sombra, hecha con copas de tilos, arces y robles de jardín. A este patio redondo, amplio como una pradera, van llegando también los coches y furgonetas destartaladas de los chamarileros, verdaderos cacharros estrellados, una y otra vez, en las cunetas o en los barrancos de la vida. Los puestos se arman bajo doseles de tela blanca o plásticos extensos, y van sacando, al sol, sus prenderías y cachivaches. De un baúl grande, viejo, lleno de arabescos de latón, sale un catalejo de cobre antiguo, largo y hermoso, parecido al de Fermo de Pas, magistral de la catedral de Oviedo, con el que miraba desde la torre a la Regenta. O quizá fuera como el de aquel viejo marino, moreno como una castaña, que llegó un día con su cofre a la posada del Almirante Benbow para hospedarse, y que recorría la bahía y los acantilados de la costa armado de un catalejo. Y un barómetro, ese médico que toma el pulso a la mar, que sabe de ráfagas y brisas, examinador del clima y conocedor de las patologías de las estaciones. Y plegadas sobre sí, un manojo de banderolas, flámulas y gallardetes, todos estrechos y puntiagudos, pintados con los colores de las banderas de Francia, Rusia, España y Portugal. Y un libro con el peaje de los faros y sus tarifas por tonelada al pasar los barcos delante de ellos, con descripción de las tres regiones de brumas que hay en el océano. Y más abajo, en una esquina del fondo, un catavientos, ahora aletargado, pero que con seguridad alertó muchas veces de la llegada de los equinoccios, de los vientos y tempestades del golfo, de las siete cuerdas de la lira de los aires del océano. Me lo compré todo, después del regateo, del tira y afloja, de marchar y volver. Y llevé a casa aquel cofre de altamar, seguramente de un circunnavegante. Como mi padre
(Publicado en el diario El Comercio, 14/o9/2011)
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