AQUELLOS MAESTROS
Daban clase en los pueblos por la noche a cambio de un litro de leche o un kilo de patatas
José de Arango
Se acaba de organizar la de vámonos Juana, a nivel estatal como se dice ahora, porque a los maestros les piden que trabajen dos horas más a la semana. Y sucede justo después de que los educadores hayan estado de vacaciones desde las fiestas de San Pedro. Y estamos ya a punto de recoger los “figos” y las nueces de San Miguel. Unas vacaciones cuando menos dobles de las que tiene cualquier funcionario, notario, médico, barrendero, tendero asalariado o trabajador del campo por cuenta ajena si es que queda alguno. Claro que pelear el resto del año con los niños, aunque haya vacaciones también en Semana Santa, en Navidades y demás puentes de guardar, es ciertamente agotador por lo que todos esos descansos parecen, en teoría, más que justificados.
Sin entrar en disquisiciones laborales, derechos adquiridos y otros condicionantes que para eso ya están los liberados sindicales, no vendría mal el tener un muy respetuoso recuerdo para aquellos maestros en los que durante los años de la “fame” estaban destinados en los pueblos y ejercían su apostolado –sí, si, apostolado con más paciencia que Santo Job que dicen era catedrático en esa disciplina- sin tener para nada en cuenta el número de alumnos que acogían en sus escuelas por la sencilla razón de que no se rechazaba a nadie en su cátedra rural.
Si un niño tenía que faltar a clase porque su padre lo necesitaba una tarde para “andar delante” -ir con la guiada dirigiendo la yunta para arar una finca- el maestro, al día siguiente, le ayudaba a recuperar la lección perdida. Durante todo el invierno el maestro de pueblo daba clases por la noche, antes de la cena, a cuantos vecinos, pequeños y grandes, querían reciclarse. Y sin más sueldo que el que tenía por sus horas lectivas de mañana y tarde. En los pueblos se les recompensaba con una jarra de leche o con un cesto de patatas. Y muy poco más porque el hórreo estaba vacío medio año.
Aquellos maestros eran, además, vigilantes de sus alumnos en toda su trayectoria fuera también de la escuela. Y había educación. Y se escuchaba el usted. Y, por supuesto, a nadie se le hubiese ocurrido montarse un botellón en la fiesta del pueblo. El alumno aprendía a saludar con respeto al propio maestro, a los padres, a los vecinos y al pobre de pedir que picaba a la puerta de la casería. Aquellos maestros vivían por y para su vocación que era la enseñanza de niños y mozos desde el “Rayas” hasta la enciclopedia de Alvarez y algo de preparación en vísperas de ir a la mili. ¿Horas de trabajo?: todas. Y con salarios de miseria que solo eran aliviados por la solidaridad de los vecinos dándoles leche de sus vacas, patatas de sus huertas y una “pancha” de boroña caliente el día que se “arroxaba”. Y todo esto se puede tildar como una leyenda del abuelo pero sucedía casi ayer por la tarde. Aquella situación era injusta. Pero, salvando las distancias y desde el estado del bienestar, conviene recordarlo. Sobre todo porque a lo mejor todos estamos “refalfiando” un pelín. Incluido el abuelo.
(Publicado en La Nueva España, 24/09/2011)
Daban clase en los pueblos por la noche a cambio de un litro de leche o un kilo de patatas
José de Arango
Se acaba de organizar la de vámonos Juana, a nivel estatal como se dice ahora, porque a los maestros les piden que trabajen dos horas más a la semana. Y sucede justo después de que los educadores hayan estado de vacaciones desde las fiestas de San Pedro. Y estamos ya a punto de recoger los “figos” y las nueces de San Miguel. Unas vacaciones cuando menos dobles de las que tiene cualquier funcionario, notario, médico, barrendero, tendero asalariado o trabajador del campo por cuenta ajena si es que queda alguno. Claro que pelear el resto del año con los niños, aunque haya vacaciones también en Semana Santa, en Navidades y demás puentes de guardar, es ciertamente agotador por lo que todos esos descansos parecen, en teoría, más que justificados.
Sin entrar en disquisiciones laborales, derechos adquiridos y otros condicionantes que para eso ya están los liberados sindicales, no vendría mal el tener un muy respetuoso recuerdo para aquellos maestros en los que durante los años de la “fame” estaban destinados en los pueblos y ejercían su apostolado –sí, si, apostolado con más paciencia que Santo Job que dicen era catedrático en esa disciplina- sin tener para nada en cuenta el número de alumnos que acogían en sus escuelas por la sencilla razón de que no se rechazaba a nadie en su cátedra rural.
Si un niño tenía que faltar a clase porque su padre lo necesitaba una tarde para “andar delante” -ir con la guiada dirigiendo la yunta para arar una finca- el maestro, al día siguiente, le ayudaba a recuperar la lección perdida. Durante todo el invierno el maestro de pueblo daba clases por la noche, antes de la cena, a cuantos vecinos, pequeños y grandes, querían reciclarse. Y sin más sueldo que el que tenía por sus horas lectivas de mañana y tarde. En los pueblos se les recompensaba con una jarra de leche o con un cesto de patatas. Y muy poco más porque el hórreo estaba vacío medio año.
Aquellos maestros eran, además, vigilantes de sus alumnos en toda su trayectoria fuera también de la escuela. Y había educación. Y se escuchaba el usted. Y, por supuesto, a nadie se le hubiese ocurrido montarse un botellón en la fiesta del pueblo. El alumno aprendía a saludar con respeto al propio maestro, a los padres, a los vecinos y al pobre de pedir que picaba a la puerta de la casería. Aquellos maestros vivían por y para su vocación que era la enseñanza de niños y mozos desde el “Rayas” hasta la enciclopedia de Alvarez y algo de preparación en vísperas de ir a la mili. ¿Horas de trabajo?: todas. Y con salarios de miseria que solo eran aliviados por la solidaridad de los vecinos dándoles leche de sus vacas, patatas de sus huertas y una “pancha” de boroña caliente el día que se “arroxaba”. Y todo esto se puede tildar como una leyenda del abuelo pero sucedía casi ayer por la tarde. Aquella situación era injusta. Pero, salvando las distancias y desde el estado del bienestar, conviene recordarlo. Sobre todo porque a lo mejor todos estamos “refalfiando” un pelín. Incluido el abuelo.
(Publicado en La Nueva España, 24/09/2011)
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