El Rastro tiene su intemperie de primavera, de invierno, de veranos hinchados de azulidad costera, de días de otoño, con otra vez la lluvia y su perfume a moras. Y tiene el humear cocinero de sus chiringuitos, que son para los gitanos del Rastro (sobre todo para ellos) puntos de reunión cual si estuvieran en torno de imaginadas fogatas de un pasado campamental con su calor arcaico de hogueras ya perdidas. Humea el café y el tabaco, quemando la tertulia caló y cordial junto a estos chiringuitos caravaneros aromados por el tocino entreverado de panceta a la plancha y de cebolla pochada, de pan con atún y mahonesa.
A lo largo de la mañana del Rastro, la raza conversacional de hombres y mujeres va y viene, vuelve y va a esta su candela del domingo para tomar cafés largos y silvestres, para darse lumbre unos a otros, para comunicar ventas y tratos, para comprar al niño un churrasco calentito preparado por Dioni, o para estirar, con un chupito de orujo, el instante. Tienen muchas luces estos chiringuitos del Rastro, luces de tómbola y artificio. Y delantales con manchas de churre. Y manos sirviendo cañas y tortilla. Así va la vida del Rastro, estirando el instante, tejiéndose en su pasar, en su ir y venir invernizo, en su huir hacia el verano.
El mediodía es la marea alta de los chiringuitos. La gente, en su entorno, abulta más y, en medio de su humo y su color, se hace una especie de ocio breve de terraza al sol.
La gente va pasando, y uno cree haber encontrado un incunable, otro lleva un marco que dice ser de caoba. Llena de vejez, una mujer arrastra despacio y zigzagueando un carrito cargado de metralla. A casi todo se le ve su falsedad, su cosa deshilachada, a todo su condición de objeto huérfano y desamparado. Fiesta dominical de los objetos, Rastro atestado de nimiedades, de herramientas y cosas de oro falso. Y ahí están los chiringuitos destacando su mayor verdad, su mostrador de ilusión transeúnte, levantados sobre el resplandor pobre de este yacimiento de trapos, alambres, tenedores y cucharas, de libros y pedazos de cosas. Todo extendido a nuestros pies, entre los humos de plancha de los chiringuitos. (Publicado en el diario El Comercio 20/07/2011)
A lo largo de la mañana del Rastro, la raza conversacional de hombres y mujeres va y viene, vuelve y va a esta su candela del domingo para tomar cafés largos y silvestres, para darse lumbre unos a otros, para comunicar ventas y tratos, para comprar al niño un churrasco calentito preparado por Dioni, o para estirar, con un chupito de orujo, el instante. Tienen muchas luces estos chiringuitos del Rastro, luces de tómbola y artificio. Y delantales con manchas de churre. Y manos sirviendo cañas y tortilla. Así va la vida del Rastro, estirando el instante, tejiéndose en su pasar, en su ir y venir invernizo, en su huir hacia el verano.
El mediodía es la marea alta de los chiringuitos. La gente, en su entorno, abulta más y, en medio de su humo y su color, se hace una especie de ocio breve de terraza al sol.
La gente va pasando, y uno cree haber encontrado un incunable, otro lleva un marco que dice ser de caoba. Llena de vejez, una mujer arrastra despacio y zigzagueando un carrito cargado de metralla. A casi todo se le ve su falsedad, su cosa deshilachada, a todo su condición de objeto huérfano y desamparado. Fiesta dominical de los objetos, Rastro atestado de nimiedades, de herramientas y cosas de oro falso. Y ahí están los chiringuitos destacando su mayor verdad, su mostrador de ilusión transeúnte, levantados sobre el resplandor pobre de este yacimiento de trapos, alambres, tenedores y cucharas, de libros y pedazos de cosas. Todo extendido a nuestros pies, entre los humos de plancha de los chiringuitos. (Publicado en el diario El Comercio 20/07/2011)
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