DOMINGOS POR EL RASTRO
Aquella España resudada que olía a jergón meado, a 'Embrujo de Sevilla', a retrete turco con hojas de periódico colocadas en el codo del tubo de la cisterna, con culotes de vieja gorda tendidos a secar por los patios. La España con portales llenos de arañazos color del hambre y gata tiñosa pariendo en la carbonera. La España rezadora y procesional, de percal, alpargatas y luto en las bocamangas, fue también la de los aceites, vinos y licores de garrafón. O sea, todo aquello de los orujos y coñacs para tomar de un trago por hombres con manos de uñas sucias y culos de pana. Y por los capotones verdes, con Mauser, correaje y charol en ronda. Y para beber copitas en los velorios y en los cafetones viejos y acristalados con teléfono de ficha.
Garrafones de aquellos eneros del chicharrón y luna grande, en chigres de muelle con barcos de luz de carburo y mar de ahogados. Garrafones de almacén y sótano, con bombilla pelada y luz como para un crimen. Cuartos de litro rellenados a embudo que abrigaron, con su aspereza de fuego, la pobreza fría de los febreros. Garrafones para un granel de anises y aguardientes con que matar las tristezas inconsolables de marea alta, y las soledades hundidas de las mujeres. Garrafones de tienda/chigre para madrugadas llovedizas llenas de toses y tabaco, con tragos largos servidos hasta el mismo borde de la copa. Garrafones del tiempo de trenes lentos, con rifadores cojos de muleta en el sobaco, en tránsito inestable por el vagón, y de viajeros que se apeaban un instante para tomar, en la cantina, un trago rápido de un aguardiente de caña, en medio de un vapor resollante que salía del vientre negro y caliente de la máquina.
Luego, los garrafones, con lo nuevo que llegó y las gargantas más finas, se fueron haciendo cristalitos de tapia y lámparas para casas de gente progre. Y ahora, en que todo esto parece un llanto, con la que está cayendo, los garrafones se hacen los encontradizos por el Rastro de Gijón como ofreciéndonos una oportunidad para estos tiempos de marcas blancas, de paratas sin ayudas, de crisis y de todo a cien. o así.
Garrafones de aquellos eneros del chicharrón y luna grande, en chigres de muelle con barcos de luz de carburo y mar de ahogados. Garrafones de almacén y sótano, con bombilla pelada y luz como para un crimen. Cuartos de litro rellenados a embudo que abrigaron, con su aspereza de fuego, la pobreza fría de los febreros. Garrafones para un granel de anises y aguardientes con que matar las tristezas inconsolables de marea alta, y las soledades hundidas de las mujeres. Garrafones de tienda/chigre para madrugadas llovedizas llenas de toses y tabaco, con tragos largos servidos hasta el mismo borde de la copa. Garrafones del tiempo de trenes lentos, con rifadores cojos de muleta en el sobaco, en tránsito inestable por el vagón, y de viajeros que se apeaban un instante para tomar, en la cantina, un trago rápido de un aguardiente de caña, en medio de un vapor resollante que salía del vientre negro y caliente de la máquina.
Luego, los garrafones, con lo nuevo que llegó y las gargantas más finas, se fueron haciendo cristalitos de tapia y lámparas para casas de gente progre. Y ahora, en que todo esto parece un llanto, con la que está cayendo, los garrafones se hacen los encontradizos por el Rastro de Gijón como ofreciéndonos una oportunidad para estos tiempos de marcas blancas, de paratas sin ayudas, de crisis y de todo a cien. o así.
(Publicado en el diario El Comercio, 6-07-2011)
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