lunes, 25 de julio de 2011

LA DECLARACIÓN DE LOS OBISPOS SOBRE EL FINAL DE LA VIDA, artículo del notario ÁNGEL AZNÁREZ (publicado en el diario La Nueva España))

La dificultad para transmitir los valores del cristianismo







Si no pones el grito en el cielo, ¿cómo quieres que lo oiga Dios?
ÁNGEL AZNÁREZ
En el anterior artículo, «Voluntad de unos y responsabilidad de otros», hicimos lo que prometimos: acrobacias encima de un taburete. Ahora, las piruetas, como de saltimbanqui, serán de más riesgo, pues a la enjundia del tema se suma la enjundia de los protagonistas, los señores obispos, muy enjundiosos, más por formas que por sustancia, más por existencias que por esencia, más por apariencias que por realidad. En lo alto, pues, del estrecho taburete, esta vez con los brazos en cruz y tocando ya los tambores músicas de suspense, reiniciamos los movimientos.


El último 27 de junio se hizo pública la Declaración de la Comisión Permanente de la Conferencia Episcopal Española sobre el «Proyecto de Ley de los Derechos de la Persona ante el Proceso Final de la Vida». Habiendo leído con reiteración dicha declaración (o documento), siempre en alta voz, su ritmo me recordó al musical del Bolero de Ravel, que empieza con un suave «tempo lento» a base de flautines, sigue en un «crescendo» continuo y acaba en una apoteosis con bombos, platillos y con un tamtan. Delicadamente empieza la declaración episcopal con lo de «contribuir al necesario y pausado debate público» y concluye con un «no» casi total y a todo. Si al documento se añadiera, como epílogo, lo manifestado por el obispo portavoz al presentarlo a los medios de comunicación, entonces el final orquestal sería como si todos los músicos, enloquecidos y en pie, trataran de hacer con su respectivo instrumento el mayor ruido posible. Mucho ruido, mucho.

Surge ya y pronto un asunto trascendente: la dificultad en la comunicación o en la transmisión de lo religioso -de esto, como de casi todo, los que más saben son los judíos-. Este problema, de muchos componentes (sin excluir la soberbia o la falta de humildad), que se está generalizando en la Iglesia universal, se viene desde hace un tiempo manifestando con gravedad en la Iglesia española, con fallos en la transmisión de la fe y del Evangelio, y fallar en esto es fallar en lo esencial. Esto se escribe sabiendo las dificultades de los últimos años, en los que el Gobierno español, de muchos y graves errores, ha montado gigantes rompecabezas, también en lo religioso; pero eso no vale para exculpar, pues la verdadera la excelencia está en las dificultades, no en lo sencillo. Nos encontramos próximos no a un secularismo arrasador, sino a una ruptura cultural, en la que los valores del cristianismo no se transmiten en el proceso de socialización. O sea, en el principio del fin (esto no es desgarro apocalíptico).

Los obispos franceses, a primeros de año, se enfrentaron a una proposición senatorial de legalización de la eutanasia (que no prosperó). El obispo portavoz de la Conferencia francesa, monseñor Podvin, intervino de manera ejemplar, sin griterío ni congestionado, el 27 de enero en el programa «19 heures» de la televisión Public Senat. Esa intervención fue modélica -el vídeo lo pongo a disposición de los lectores que deseen verlo-. Y qué decir del jesuita P. Tommy Scholtès, que fue gran portavoz de la Conferencia Episcopal belga. En Roma siempre se dijo que la finura de los eclesiásticos «fetén» consistía en bostezar sin abrir la boca. Aquí, en las formas y en algún fondo, parece que los de Lefebvre, a gritos, gobiernan en coalición. Ese gran problema de la transmisión de la fe (catequesis en sentido estricto) es responsabilidad en gran medida de los obispos. Lo último escrito sobre esto se puede leer en el libro reciente «¡A causa de Jesús!» (página 367 y siguientes), de Joseph Doré, teólogo y arzobispo emérito de Strasbourg. Incidentalmente señalemos que poco se resolverá con esos cinco paliativos del acicalado arzobispo Rino Fisichella, presidente del Pontificio Consejo para la Nueva Evangelización, tales como abrir tardes y noches las catedrales, rezar vísperas y quemar incienso, mucho incienso.

Es natural que una religión, la cristiana, rechace la eutanasia en cualquiera de sus modalidades, pues la religión, además de lo específicamente religioso, que es estar religado o vinculado a Dios, es portadora de «valores» que constituyen la base o sustrato más profundo de lo humano, necesarios para la integración social -«Vivir es, en el hombre, convivir» (Emilio Lledó)-. Es inconcebible una religión contraria a la vida, que favoreciera el suicidio, que patrocinara el incesto, o el canibalismo, o el odio a los más débiles. Dar a la vida del hombre el estatus de sagrada es una manera muy religiosa de poner muros o barreras contra el homicidio en cualquiera de sus modalidades, sea aborto, eutanasia o asesinato -la cuestión de la religión como causa de guerra (religiosa y/o civil) no la podemos ahora abordar-. Y la religión cristiana en la defensa de aquellos valores es muy radical, desde la defensa de la vida al llamado «mandamiento nuevo», que es una forma extrema e hiperbólica de amor: el amor a los enemigos -«si alguien te golpea en la mejilla derecha, ofrécele también la otra», escribió el evangelista Lucas (6, 27-30).

La argumentación de la declaración de los obispos (contra la eutanasia en cualquiera de sus posibilidades) sobre la dignidad humana y el carácter sagrado de la vida es la tradicional de la antropología y del derecho natural cristianos, y del magisterio pontificio (encíclicas de Juan Pablo II «Redemptor hominis» y «Evangelium vitae»). Apunto a continuación tres cuestiones importantes: a) El constitucionalista italiano Gustavo Zagrebelsky escribe en su libro «Derecho dúctil» (página 67): «Las nociones de dignidad humana y persona humana son nociones que no pertenecen a la tradición del derecho natural racionalista, sino a la del derecho natural cristiano-católico». b) El gran sociólogo de las religiones Émile Durkheim, estudiando el suicidio, descubrió que las tasas de suicidio varían en razón inversa al grado de integración religiosa, y así señaló que los protestantes se suicidan con más frecuencia que los católicos. c) La vinculación de la dignidad humana a la autonomía personal y asegurar que esa dignidad se pierde en casos de extrema dependencia psíquica y física, tal como señalan algunos partidarios de la eutanasia, es dejar indefensas a miles de personas, entre otras, a las que padecen la enfermedad de Alzheimer en su fase más aguda.

Eso es una realidad, y otra es que, a través de la lectura de la Declaración de la Comisión Permanente de los obispos españoles se olvida que lo que el proyecto de ley permite es que el enfermo pueda rechazar intervenciones y tratamientos, con efecto de acortar la vida o ponerla en peligro inminente, sólo si aquel está en situación terminal (enfermedad avanzada, incurable y progresiva, sin posibilidades razonables de respuesta al tratamiento específico, con un pronóstico de vida limitado a semana y meses) o en situación de agonía (fase gradual que precede a la muerte, deterioro físico grave, debilidad extrema, trastornos cognitivos y de consciencia). Y eso está muy cerca de lo que el Catecismo de la Iglesia católica considera legítimo en el número 2278. Catecismo en el que está «el contenido esencial y fundamental de la doctrina católica sobre la fe y la moral» y que con mucha extrañeza los señores obispos españoles ni lo mencionan. Me hubiera gustado leer la exégesis episcopal de ese texto catequético.

Sobre la voluntad del paciente de rechazar intervenciones y tratamientos, la declaración dice que responde a «una concepción de la autonomía de la persona como prácticamente absoluta», y eso no es verdad. Cierto que el «yo» cartesiano y de la Ilustración es de mucho mayor tamaño que el «yo» cristiano-católico, no obstante la creación humana a imagen de Dios y la posterior reencarnación. La radicalidad cristiana se vuelve a manifestar, incluso de forma paradójica: «Quien quiera salvar su vida la perderá, y quien la pierda la conservará». En esa cita evangélica está, según Paul Ricoeur, la desaparición del ego y el desprendimiento de sí (cierto que mucho podríamos debatir sobre esto). No es casualidad que los llamados consejos evangélicos para la vida consagrada -sólo para ella- exijan la pobreza, la castidad (perfecta continencia en el celibato, según el canon 599 del Código de Derecho Canónico) y la obediencia (someter la propia voluntad a la del superior legítimo, según el canon 601). ¡Qué gran tema de teología ese de la «consagración y celibato»! Reconózcase que un «yo o ego» pobre, casto y obediente es un yo pequeñito, empequeñecido, con resultado, a veces, escandaloso. Acaso la verdad del «yo o ego» humano esté en un término medio, entre lo gigante y lo canijo.

Los señores obispos se extrañan que el proyecto de ley «ni siquiera mencione el derecho fundamental de la libertad religiosa». Lo extraño, me parece, sería que la mencionase, pues ese derecho fundamental, tanto en sentido objetivo como subjetivo (derecho), no está lesionado en el proyecto gubernamental. Se comprende la preocupación de los señores obispos por ese derecho, pero hay que aconsejarles que no se obsesionen tanto con él, pues pudiera ser contraproducente. Se les podría recordar que en lo de la libertad religiosa no están para dar muchas lecciones -en España no hay tradición de libertad religiosa precisamente por obispos, por otros obispos en el pasado lejano y reciente- y mencionar los acuerdos internacionales sirve para recordar la dudosa constitucionalidad de los firmados en 1979 entre la Santa Sede y el Estado español -sobre esto escribimos en «Sínodo para el Oriente Medio (II)» el 2 de noviembre de 2010 (Religión Digital.com)-. Mucho podría escribir del artículo 206 de la ley hipotecaria, el de la inscripción de bienes en el Registro de la Propiedad por simple certificación eclesiástica, tan de actualidad.

La frase en cursiva que encabeza este artículo es de José Bergamín, barroco, calderoniano y escritor de «Mangas y capirotes», que está en la página 131 de su Antología (Castalia, 2001) -algún día escribiré de la cena con Bergamín y con Marcial Suárez («Allariz»), el negro de Cela, la noche del 23-F-. El lector/a puede referir la cita a lo que más le apetezca; si lo hiciera pensando en los señores obispos, ha de saber que éstos creen en Dios y que José Bergamín (q.e.p.d.) siempre fue ateo.

(Publicado en La Nueva España 24 de julio de 2011)

No hay comentarios:

Publicar un comentario