
Otro personaje que me cruzo con frecuencia -no le epondré nombre, aunque lo tiene- va enfundado en un traje impecable y pasa estirado junto a mí simulando que no me ve. Se trata de un ex amigo que en su día intentó establecer una relación conmigo y ante mi más absoluta negativa, con probabilidad herido en su orgullo de macho conquistador, finge no conocerme. Es uno de esos tipos que piensan que porque son fulano de tal, visten traje y corbata y van de guapitos, piensan que todas las féminas tienen que doblegarse ante sus encantos. Que para mí no los tiene y me temo que para su mujer ya tampoco. La verdad es que la compadezco, porque no ha de ser nada fácil convivir con un hombrecillo que está a ver a quién pilla para contarle lo infeliz que es en su matrimonio, lo especial que tú eres y bla, bla, bla.
Y ya cuando estoy a punto de abandonar el Paseo me encuentro con Valentín, el vendedor de cupón. Está sentado en su banqueta, siempre alegre. Me recibe con un cantarín buenos días, que tal. Unas veces hablamos del tiempo, otras aprovecha para contarme algún problema familiar o los planes para el fin de semana. Luego me obliga a elegir un cupón y se lamenta de que no me toque nunca. Traté de explicarle sin éxito–difícil de comprender, lo sé- que si compro es porque considero que con ello estoy poniendo mi granito de arena en esa cadena de trabajadores que somos los currantes. Los dos lo somos. ¡Oye, y si me toca! Pues mejor que mejor, pero ciertamente ese no es mi primordial objetivo. Con la poca fe que le pongo no me tocará nunca, así que dejo la puerta abierta a eso de desafortunada en el juego... ¡Ale, a esperar el amor! Ya me considero de todas formas afortunada al poder compartir con él esos dos o tres minutos de charla. De Valentín hecho mano cuando tengo que tengo que levantar el ánimo, en esos días grises que me dirijo a mi trabajo sin ganas. Él está siempre alegre, se siente afortunado, no se queja aunque tenga que pasar el día al aire libre, bajo un soportal, sentado en una humilde banqueta, aguantando el frío y el calor. ¿De qué me puedo quejar yo? La vida siempre me ha dado las más sabias lecciones a través de personas como Miguel y como Valentín. Y, por qué no, también de quien un día fue mi amigo y ahora ni me conoce he aprendido algo: lo que no quiero ser, a quién no quiero parecerme nunca.