DOMINGOS POR EL RASTRO
Las armas del tiempo parece que también han ametrallada a las máquinas de escribir, apagado su tableteo de carro o tren que nos llevaba hacia la alegría de las prosas y los poemas a tres copias, con papel de calco.
La población empobrece su lenguaje a medida que se va trasbordando del libro, de la máquina de escribir, del papel impreso y mecanografiado, de las letras de plomo del periódico, aquellas que salían de los cajetines de la imprenta. Nada de lo que se dice queda ya escrito por una mano guitarrera, por una máquina de escribir Olivetti y musical, arado con el que los escritores, muchos con voz de tabaco y catarro lírico, sembraban sus aldabonazos de palabras y adjetivos por el aire de la casa, de la redacción, del trabajo... Entre todo este revoltijo del Rastro gijonés se encuentran estas máquinas, ahora como trastos que ya no tienen manos pulsadoras para hacer sonar una caligrafía que iba cogiendo velocidad y ritmo. Máquinas de escritores de pensión o de buhardilla desde donde podían verse tejados ruinosos, ropa tendida, gatos al sol, con las que los escritores clásicos iban componiendo, a manos llenas, su música de palabras; esa tarantela de letras en formación armoniosa, marcial y admirable que yo, muchas veces, contemplé en mi amigo Luis Fernández Roces, cuando, tecleando con manos de narrador y gold finger's en su errabunda máquina, descifraba paisajes, componía poemas densos de luz y de cenizas, creaba novelas y cuentos de prosa pura sonantes a infancia, a tristezas y esperanzas del ser. Ahora, con los rescoldos del idioma entre sus dientes, llenas de longevidad, estas máquinas del Rastro, huérfanas y abandonadas como un tren en vía muerta, son como viejas amantes a las que un día acariciamos con pasión mientras escribamos poemas y relatos de la vida y de la muerte, y que, cuando la memoria va siendo un hueco de aire, volvemos a encontrar guardados en los cartapacios de entonces. Historias escritas con pequeñas letras azules, negras o rojas. Impregnadas del perfume de cuando los cielos y nuestra cabeza estaban llenos de los dulces pájaros de juventud.
Las armas del tiempo parece que también han ametrallada a las máquinas de escribir, apagado su tableteo de carro o tren que nos llevaba hacia la alegría de las prosas y los poemas a tres copias, con papel de calco.
La población empobrece su lenguaje a medida que se va trasbordando del libro, de la máquina de escribir, del papel impreso y mecanografiado, de las letras de plomo del periódico, aquellas que salían de los cajetines de la imprenta. Nada de lo que se dice queda ya escrito por una mano guitarrera, por una máquina de escribir Olivetti y musical, arado con el que los escritores, muchos con voz de tabaco y catarro lírico, sembraban sus aldabonazos de palabras y adjetivos por el aire de la casa, de la redacción, del trabajo... Entre todo este revoltijo del Rastro gijonés se encuentran estas máquinas, ahora como trastos que ya no tienen manos pulsadoras para hacer sonar una caligrafía que iba cogiendo velocidad y ritmo. Máquinas de escritores de pensión o de buhardilla desde donde podían verse tejados ruinosos, ropa tendida, gatos al sol, con las que los escritores clásicos iban componiendo, a manos llenas, su música de palabras; esa tarantela de letras en formación armoniosa, marcial y admirable que yo, muchas veces, contemplé en mi amigo Luis Fernández Roces, cuando, tecleando con manos de narrador y gold finger's en su errabunda máquina, descifraba paisajes, componía poemas densos de luz y de cenizas, creaba novelas y cuentos de prosa pura sonantes a infancia, a tristezas y esperanzas del ser. Ahora, con los rescoldos del idioma entre sus dientes, llenas de longevidad, estas máquinas del Rastro, huérfanas y abandonadas como un tren en vía muerta, son como viejas amantes a las que un día acariciamos con pasión mientras escribamos poemas y relatos de la vida y de la muerte, y que, cuando la memoria va siendo un hueco de aire, volvemos a encontrar guardados en los cartapacios de entonces. Historias escritas con pequeñas letras azules, negras o rojas. Impregnadas del perfume de cuando los cielos y nuestra cabeza estaban llenos de los dulces pájaros de juventud.
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