Muchas veces me pregunto por qué escribo, qué sentido tiene verter aquí las ideas que bullen en mi cabeza las más de las veces sin órden ni concierto. Y ya qué decir del interés que puedan tener para el posible lector. La verdad, siento una tremenda vergüenza. Aunque no la suficiente como para dejar de hacerlo. Puede que se trate de un juego de mi subconsciente –de esa parte oculta que un amigo siempre relaciona con Freud, no creo que sea el caso- que más que poner a prueba mi osadía pone la paciencia de quien ahora me está leyendo. O sea: la tuya. Tuteo porque considero que sólo un amigo/a que me quiera bien puede asomarse a Las mil caras de mi ciudad. Son muchas las ofertas de este mundo virtual de la informática, y algunas tan interesantes que no deja de ser tremenda pérdida de tiempo pararse en este espacio; que, por otra parte, ni es literario, ni político, ni… nada. Con frecuencia lo pienso y me siento incómoda, bastante ridícula. No obstante, sigo. Al leer textos como los que publico de José Marcelino –Domingos por el Rastro-, poemas de Luis Fernández Roces –Salas de espera-, o de otros muchos que a diario generan artículos de opinión de enjundia, mi moral se desmorona. Y en ese momento puedo decir que yo me lo guiso y yo me lo como: primero constato mi insignificancia, torturo mi autoestima sin piedad, pero a renglón seguido me planto frente a este artilugio y comienzo a entrelazar palabras. En el fondo, ya lo digo al principio, creo que se trata de un juego que no tiene más pretensión que el divertimento, que me serena y da salida a mis impulsos descontrolados. Y ya se sabe, hay jugadores buenos y otros que no lo son tanto.
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