El domingo recibía un mensaje en el móvil que decía: Dos muertos en Afganistán. Sentí un escalofrío, tremenda indignación –palabrita de moda pero que viene a cuento- y desolación por todos: por los muertos –por supuesto-, por sus familias, por los que siguen arriesgando al pie del cañón y hasta por los que han puesto la bomba. Los muertos porque se han ido en lo mejor de la vida. La ministra de turno dice que han dado su vida por la Patria -¿Afganistán era su patria?-. Y los niños que han quedado huérfanos, ¿entenderán que no tienen padre porque ha dado su vida por lo dicho, la Patria? Y los otros chicos, los soldados y las soldado que siguen en Afganistán empuñando las armas porque un Gobierno ha decidido enviarlos allí por unos convenios que ni les van ni les vienen y que pactan quienes no van a la guerra en sus cómodos despachos. Ahora suelto lo más comprometido: los terroristas que han puesto la bomba. Tremendo que me atreva a decir que también merecen atención. Pues me la merecen. Delictivo sería decir que apruebo su actuación, creo que es execrable bajo todos los puntos de vista; pero me imagino que detrás de cada terrorista afgano se esconde un gran fanático que, además, desprecia la vida –la ajena, y muchas veces hasta la propia-, sólo queda preguntar de dónde sale ese fanatismo, qué puede impulsar a esos hombres –también a algunas mujeres- a matar porque sí. Y veo miseria, veo incultura, veo gentes atrapadas en una pobreza que les ha venido dada. Muchas veces impuesta por quienes tienen el poder, por quienes viven cómodamente en países que no están –como el suyo- en desarrollo como se dice ahora, sino tremendamente desarrollados, principalmente en logísticas, en armamento en… demasiadas cosas destructivas. Y curiosamente esos países son los que los arman hasta los ojos y hacen posible que tengan munición para guerrear, que construyan bombas y que maten con ellas. Morirán los soldados –algunos abocados a serlo porque no deja de ser una salida profesional en tiempos de crisis- que no los negociadores: aquellos que les han vendido el armamento bélico, aún sabiendo que lo ponen en manos de quienes no conocen el valor de la vida, en realidad no conocen ningún valor y muchas veces no saben ni por qué luchan. A veces, cuando me paro a analizar estas cuestiones, que se escapan ciertamente a mi entendimiento y de las que soy tremendamente ignorante, pienso si todo ese dinero que se invierte, primero en armarlos hasta la saciedad y, luego a obligarles a usarlas para crear la necesidad de nuevas compras, no podría invertirse en su formación, en facilitarles medios para salir de la pobreza extrema en la que viven. Creo que les estamos enseñando a utilizar la fuerza como medio de subsistencia y cuando hay hambre y dificultades el hombre desarrolla los más bajos instintos: no tiene ningún inconveniente en matar, porque tampoco le importa morir. Terrible ha sido una noticia que ha salido en prensa hace unos días que decía: detienen a una niña afgana con 8 kilos de explosivos adosados a su cuerpo para ser utilizada como camicace. Muestra de que estamos ante un pueblo suicida, sin ningún principio moral. ¿No sería posible de alguna manera –que por supuesto yo no tengo- rescatarles de esa miseria sin esa terrible medida de fuerza que es la guerra? La televisión nos sirve en bandeja día sí, día también, las tropas de la ONU con grandes equipamientos: tanques, uniformes, armas…, y observando un poco las imágenes descubrimos a los lados de esas carreteras –por llamarlas de alguna manera- unos hombrecillos escuálidos, menudos, normalmente descalzos o en sandalias, y una prole infantil a su alrededor: desolador el panorama. Suena a hombre pobre, hombre rico. Aunque ese “hombre rico” sea un soldado a órdenes y todo lo que lleve encima –amén de su equipamiento guerrero- sea un kit de emergencia que las más de las veces comparte con los niños. Supongo que en algún momento esos hombrecillos aspiran a tener lo mismo que ese poderoso (a sus ojos) soldado y con su ignorancia a cuestas tratan de arrebatárselo como, por otra parte, nosotros les estamos enseñando: por la fuerza. No sé, puede que no sepa lo que digo, pero sí se la indignación que me produce la guerra y quienes la organizan y no digamos nada los resultados. Hoy tenemos un funeral, dos soldados han muerto: Manuel Agudín y Niyireth Pineda. Se les enterrará con todos los honores y recibirána título póstumo la Gran Cruz del Mérito Militar con distintivo rojo (que debe ser una gran condecoración), pero ya están muertos no podrán lucirla y dudo mucho que sus hijos logren entender por qué papá no está. Además, dentro de nada se olvidarán sus nombres. Repito lo que ya dije, ¿Por la Patria?
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