Probablemente si nos preguntasen qué es lo más preciado de nuestras vidas, todos responderíamos sin dudarlo que nuestros hijos. Creo, y me equivocaré muy poco, que las prioridades dan un giro de 90 grados con la llegada de un vástago. Las madres conocemos muy bien la zozobra de esos primeros meses en los que nos asomamos una y mil veces a su cuna por algo tan simple como comprobar que respira. Y aunque parezca poco veraz, la educación comienza ya en ese momento. Tiene suma importancia la manera en que nos dirijamos a ese hermoso bebé que pensamos no entiende aún. Y sí entiende, ya lo creo que sí. El tono de nuestra voz, la tranquilidad y serenidad que le trasmitamos irá configurando su carácter. De una madre que grita lo más probable es que su hijo la imite en cuanto sea capaz de pronunciar las primeras palabras. Tenía yo una amiga –lo fuimos mientras nuestros hijos fueron pequeños- que cuando su hijo lloraba se ponía muy nerviosa y lo zarandeaba a la vez que le hablaba en un tono demasiado alto –el peque, ciertamente, estaba bien del oído-. Creció el infante convencido de que la mejor manera de obtener sus caprichos era poniendo nerviosa a su madre, y para ello gritaba. Ella, presa de desesperación, recuerdo que para que callara, primero le endulzaba el chupo con azúcar, un poco mayor le compraba un chupachús, luego cualquier juguete, y al final se pasaba la vida pegada a un kiosco. El niño terminó visitando al psicólogo, y su madre al psiquiatra. Nuestros hijos se criaron a la vez y mi amiga era una buena madre –probablemente parecía mejor que yo porque siempre complacía a su niño- , yo puede que no tanto: un grito era razón suficiente para una rotunda negativa a cualquier capricho. Mi hijo hizo muy pronto suyas las frases si te parece bien podría ir un poco a los columpios, no sabes mamá cómo me gusta ese juguete…, lo que parece una cursilería dicho por un niño no era más que el reflejo de mi manera de decirle y presentarle las cosas, y también mi resistencia a no ceder nunca, y digo nunca –no es fácil- al chantaje: ni el emocional, ni el de la fuerza del desgaste, ni el grito…, ninguno. Mi hijo no fue nunca al psicólogo. Hay quien opinará que es fruto de la casualidad: puede. Pero estoy convencida que los niños se limitan a reproducir patrones aprendidos desde la más tierna infancia. Lo difícil es que como padres podamos mantenernos firmes y actuar siempre con los mismos criterios. Ahora, que ya soy mayor y veo las cosas con otra perspectiva, me doy cuenta que yo le apliqué a mi hijo el mismo modelo educativo que recibí de mis padres –y de mi inteligentísima abuela-, así que no ha de ser fruto de la casualidad. Espero que cuando él tenga un hijo –aún sin ser consciente de ello, yo no lo era- lo eduque con criterios semejantes, con la particularidad de que los tiempos han roto muchas cadenas en también muchas direcciones, tal que la educación ya no se imparte en función de los sexos, que la religión no es una imposición, sino una opción personal que uno adopta cuando tiene capacidad para ello. En ese sentido puedo decir que de niña asistí a un colegio de monjas en el que debíamos de ir a misa todos los días, comulgar, etcétera, etcétera; y como no fui educada en un ambiente puramente religioso –pese a que frecuentábamos la parroquia día sí, día también, mi familia tenía verdaderos vínculos de amistad con algunos párrocos, fundamentalmente por su colaboración con Caritas-, pues siempre me quejaba de esa obligación de misa diaria que yo no veía en mi casa. Y con muy buen criterio, no recuerdo si mi padre o mi madre, un día me explicaron que si acudía a un colegio de religiosas tenía que cumplir sus normas me gustaran o no y que cuando fuera mayor yo podría elegir libremente si ir o no a misa. Fue una gran lección de tolerancia, convivencia, y la sensación de que había una libertad de la que un día podría hacer uso si me preparaba para ella. Años después yo le dije a mi hijo lo mismo. Y resultó, ya lo creo que resultó. Ni él ni yo tuvimos nunca ese resentimiento que manifiestan algunas personas contra la religión, contra la educación religiosa de nuestro país. Hoy puedo decir que dos veces a la semana colaboro en mi parroquia -no soy catequista, eso no podría hacerlo- y que nada me consuela más cuando fallece un ser querido que darle el último adiós en la casa de Dios. Que nadie me pregunte si soy creyente, no sabría responder. Puedo responder, en todo caso, que no al estilo tradicional. Creo en aquellos misterios que desconozco, creo en la maravilla que es la vida, en la naturaleza, en las personas buenas, en la Ciencia, en… ¿Hay alguien detrás? Pues en ese alguien también creo.
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