Hay dos tipos de economistas: los
que no tienen ni idea, y los que no saben ni eso.
Galbraith Kenneth
En el año 2003
se publicó el libro de Gerardo Pisarello El
derecho a una vivienda digna y adecuada como derecho exigible, el cual pasó
inadvertido -muy explicable- si se tiene en cuenta que en la década prodigiosa
(años 2000 a
2010) imperó un pensamiento económico dominante, con dogmas como de fe, muy opuestos
a lo “social” que en el libro se patrocinaba. Década aquella –recuérdese- que
empezó en España con gobiernos del Partido Popular y terminó con gobiernos del
Partido Socialista; década aquella muy ideologizada, aunque se predicaba (otra
vez la fe) que las ideologías habían desaparecido. La ideología imperante se
basó en dos ideas fundamentales, reveladas después falsas.
La primera idea consistió en
proclamar que el mercado era más
importante que la democracia, que los valores de aquél superaban a los de ésta;
en consecuencia, todo lo que fuera bueno para el mercado debía anteponerse. Por
ello había que eliminar lo que se consideraban trabas o frenos –la
desregulación-, y si la “desregulación” no daba los resultados esperados, es
que no se había “desregulado” lo suficiente. Ni los repetidos avisos de que en
beneficio del mercado no se podía dejar sin protección a los ciudadanos (obligación
esencial de los gobiernos democráticos), ni las advertencias de que la
disfunción de los mercados podía arrastrar consecuencias sociales devastadoras,
fueron escuchados. Se produjo la desregulación o “flexibilización”, incluso se
incumplieron leyes con el pretexto de ser perturbadoras. Los llamados
“organismos reguladores”, aquí el Banco de España, hicieron lo que de ellos se
esperaba: guardar silencio.
Don Emilio
Botín, en Méjico, el 4 de septiembre de este mismo año, a propósito de las
reformas legales laborales, fiscales, financieras, fiscales y del déficit, ha
dicho: “Ahora lo que tiene que hacer el
Gobierno es cumplirlas”. Apostillo que cumplirlas también los agentes económicos,
incluidas las instituciones financieras, no obstante sus privilegios y su gran
poder. Y tratando de normas y desregulaciones, resurge la Ley Hipotecaria , ahora tan en
la palestra y antes tan escondida. La
Ley 41/2007, de 7 de diciembre (repárese en la fecha,
habiendo ya estallado en USA el escándalo de las hipotecas Subprime), modifica, entre otros, el importante artículo 12 de la Ley Hipotecaria , enmarcándose
esa modificación en lo que se llama en el Capítulo VI “Mejora y flexibilización del mercado hipotecario”.
Por esa
modificación se sustrae a los registradores de la propiedad la calificación –el
juicio de legalidad- sobre las cláusulas de vencimiento anticipado y las cláusulas
financieras contenidas en el contrato (la escritura pública) de las hipotecas.
El legislador, en el Preámbulo de dicha Ley, se explica con claridad: “…Otras
medidas dirigidas a impulsar el
mercado de préstamos hipotecarios tienen por objeto precisar el contenido que
haya de tener la inscripción del derecho real de hipoteca, evitando
calificaciones registrales discordantes que impidan la uniformidad en la
configuración registral...”. Resulta que el legislador carpetovetónico se germaniza
recordando a Goethe: “Prefiero la injusticia al desorden”. La invocación a la
uniformidad no es insensata, pero es también sensato mal pensar y que sospechas
se levanten, pues el límite impuesto a la función calificadora, es a unos
funcionarios, que, a diferencia de
otros profesionales que también intervienen en el proceso de las hipotecas (notarios), su competencia (la de los registradores de la propiedad) la
determina obligatoriamente el lugar de la finca; ante ellos no cabe la libre
elección. Es evidente que ese derecho a la libre elección, en contratos con partes
tan desequilibradas (un deudor y un acreedor que es una potente institución financiera, Banco o Caja de
Ahorros) plantea interrogantes. Dejémoslo
así: es estupendo todo lo que implique libertad, pero es menos estupendo si da
pié a pasteleos o a lo “bizcochable”.
Sabiendo de la
complejidad de algunas cláusulas hipotecarias, de dudas sobre la legalidad de
algunas (lo que es un intríngulis), es de alabar lo que ahora el Partido
Socialista (responsable de la Ley
47/2007) propone: un mayor control de las cláusulas hipotecarias. En el
Preámbulo de esa Ley también se lee: “El reciente periodo de extraordinaria
aceleración de la actividad ha coincidido con una notable estabilidad en la
regulación del mercado hipotecario”. ¡Y tanto!, añado yo. Tony Judt tuvo mucha
razón al escribir: “La izquierda fue
incapaz de responder de manera efectiva
a la crisis financiera de 2008, y más en general, al rechazo del Estado
en pro del mercado”. ¿Será el francés Hollande la única esperanza? Aunque
con optimismo, a Hollande habrá que mirar
La segunda idea, también falsa,
consistió en contraponer el mercado,considerándolo como lugar de razón, frente
a lo político, considerándolo lugar de confusión, de populismo e irracional. Las
elecciones en el mercado siempre serán racionales –se decía-; de ahí que haya
que dejar al mercado auto-regularse, pues los intereses personales, siempre racionales,
equilibrarán sin necesidad de los perturbadores efectos de las intervenciones de
terceros (del Estado). Eso propició lo contrario: masivas dinámicas criminales que están en la raíz de la actual crisis.
Aquella ensoñación anarco-liberal la confesó, entre lágrimas y suspiros, el
Presidente de la Reserva Federal
(hasta 2006) Alan Greespam (comparecencia (abril de 2010) ante el Congreso americano),
arrepintiéndose por sus errores acerca de los mercados eficientes y las elecciones racionales.
La irracionalidad en la concesión de
créditos, en España, condujo al desastre actual de la preocupante crisis de las
garantías hipotecarias, y de difícil solución, pues deben protegerse intereses
muy contrapuestos: dramas individuales y la seguridad jurídica colectiva; los
de prestatarios que ven sus viviendas subastadas y los de inversores -los que
más preocupan son esos que se llaman institucionales-, que tienen en hipotecas
“fetén”, de muy rápida ejecución, la garantía de sus inversiones (títulos
hipotecarios emitidos por los prestamistas). Esos inversores (y Europa) tienen
los ojos puestos en los cambios legislativos –hasta ahora paliativos, muy
paliativos- y también los ojos puestos en lo que harán los jueces en el futuro,
alarmados (los inversores) ante algunos posicionamientos de la Judicatura que
consideran muy radicales (de reojo también se mira a Ruiz-Gallardón y a sus
reformas).
No es casual
que hayan sido las instituciones financieras (Cajas de Ahorros y algún Banco), de
menos cultura y oficio bancario, las más afectadas en la presente crisis
financiera, y ello por tener unos gobiernos
corporativos poco “sólidos” (Consejos de Administración), carentes de experiencia y tradición
bancarias, ineficientes en la gestión de riesgos, y con unos ejecutivos actuantes más como brokers o traders, también llamados banksters. La otra irracionalidad, la de los consumidores o prestatarios es
más explicable y comprensible, teniendo en cuenta la escasa formación
financiera de muchas personas. La fase inicial de constitución o subrogación de
hipotecas es de una cierta alegría y de felicidad; se adquiere con ilusión una
vivienda, hecho vital importante; un techo nuevo es causa natural de satisfacción;
al comprador le rodean el vendedor y el Banco –a veces también la agencia
inmobiliaria- y todos, para sus intereses, animan y jalean la bondad de lo que
se va a firmar; a veces hay hasta euforia.
En ese
momento, las explicaciones sobre las cláusulas suelo, los intereses moratorio al
29%, las consecuencias de los afianzamientos de padre y madre, etc. y etc., tienen, desgraciadamente, escaso efecto
disuasorio. Es como si –permítase y discúlpeseme la comparación- a los que
contraen nupcias, el oficiante les reiterase los peligros y líos del fracaso
matrimonial, de los que nadie quiere oír; insistir en ello se considera
improcedente, pues siempre se piensa que serán los demás los que fracasen.
Luego vendrán, inevitablemente, las terribles consecuencias. La Psicología , más o menos
profunda, podría explicar ciertos comportamientos.
Otro economista
-no el ya fallecido Galbraith- en diciembre de 2008 trató de explicarlo: “El problema no es la codicia, es la
credulidad”. Acabar con la codicia es muy difícil y acabar con la
credulidad es imposible.
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