DOMINGOS POR EL RASTRO
El viento del mundo ha ido dejando esparcidos por el Rastro los molinillos de café, aquellos que con su moler turbador hacían que el ambiente de la casa fuera tomando olor y cuerpo. Olor que levantaba su vuelo lleno de magnitud como un algo puro, exótico y ultramarino. La casa, mi casa de entonces, con su edad, su retrete, su nordeste de mar y sus camas de vieja y orinal se humanizaba de conversación, de humo de cigarrillos, y de una acumulación circular de tacitas de café, negro y con leche. Con su crujir, el molinillo, en las manos y las rodillas de mi madre, molía el cuerpo de los granos de un cobre oscuro, y transformaba en alegría la tristeza de aquella cocina con ventana a un patio crudo, con gatos tiñosos y cantarillón ratonero. Una novela de Marcial, y mi padre entre su niebla fumadora tomando pocillos de café cargado. Una muerte, con su reposo tenso de una noche en compañía de hombres y mujeres doblados de silencio, mientras la caja, cerca del lecho desnudo, iba quedando más sola, con su muerto afilado, amarilleando al paso de las horas. Y únicamente el moler lento del café, allá por la cocina, y luego su hilo de cobre caliente, sonoro y ahumado, despejaba el gemido y los suspiros por las habitaciones de suelo antiguo. Café hasta la madrugada con copitas y palabras, medio entre sombras de luces tristes.
Molinillos de café, herramienta para usar en encuentros lentos como tardes de verano. Para sacar de él su cajita llena de molienda con que desvariar al sueño y cincelar la aurora llenándola de mitologías. O para mojar en su tesoro tostado e hirviente los sueños, los cansancios, la carne dolorida. ¡Cómo se libera armoniosamente su olor deshaciendo la pereza; y cómo se desprende su calor, refugio, asilo y paradero de soledades y de días dificultosamente cotidianos! La casa, mi casa de la niñez, a la que volveré siempre, tiene entre su polvo, entre sus sombras y tiempo, un molinillo de café que, hoy, en este Rastro gijonés, por el que cruza una mañana atardecida llena de embudos, coladores, fragor de clavos, chatarras y cerrajerías, he vuelto a encontrar como algo mágico, transcendental y querido, cargado del aroma sano y viejo del café de por aquellos entonces.
Molinillos de café, herramienta para usar en encuentros lentos como tardes de verano. Para sacar de él su cajita llena de molienda con que desvariar al sueño y cincelar la aurora llenándola de mitologías. O para mojar en su tesoro tostado e hirviente los sueños, los cansancios, la carne dolorida. ¡Cómo se libera armoniosamente su olor deshaciendo la pereza; y cómo se desprende su calor, refugio, asilo y paradero de soledades y de días dificultosamente cotidianos! La casa, mi casa de la niñez, a la que volveré siempre, tiene entre su polvo, entre sus sombras y tiempo, un molinillo de café que, hoy, en este Rastro gijonés, por el que cruza una mañana atardecida llena de embudos, coladores, fragor de clavos, chatarras y cerrajerías, he vuelto a encontrar como algo mágico, transcendental y querido, cargado del aroma sano y viejo del café de por aquellos entonces.
(Artículo publicado en el diario El Comercio, 31-08-2011)
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