Cuando yo era joven –que ya llovió- trabajaba mi madre en el botiquín de la playa durante el verano. Entonces, mi abuela –una mujer enferma, que todos considerábamos una señora muy mayor, y que no diría que tanto si fuera hoy- gustaba de acompañarla, sencillamente para sentarse en un banco a esperarla durante la guardia. Mi hermana y yo nunca entendimos qué podía hacer varias horas allí sentada, veo la vida pasar, nos decía. Y si soplaba el Nordeste, cosa que era habitual, se acomodaba en el asiento del coche y observaba por detrás de la ventanilla. Al llegar a casa, o al día siguiente, mantenía tema de conversación, generalmente con Julia –la asistenta-, mujer inteligente que por necesidades de la vida se dedicó desde los ocho años a “servir”, que se decía entonces. Lógicamente para las jóvenes adolescentes de la casa –que éramos mi hermana yo- eso eran historias de viejas. Pero qué curioso, han tenido que pasar…, no aclaro –puede que ni recuerde cuántos- años para darle sentido a esa afición de mi abuela. En realidad, lo entiendo en este momento, cuando estoy a una década de la edad en la que ella murió. Ahora soy yo quien disfruta sentada frente a la playa viendo pasar… ¿la vida, la gente? Probablemente todo. La observación, a lo que soy muy aficionada, me permite descubrir (no sé si ponerle comillas), puede que sea más bien imaginar, qué hay detrás de quienes pasan: deprisa, despacio, conversando tranquilamente, discutiendo alguna vez, gritándoles a los niños, tirando por el perrito…Estas son, sin duda, las mil caras que tiene mi ciudad, que mi abuela, Sara, descubrió cuando tenía más o menos mi edad, que es cuando te das cuenta que todo pasa muy deprisa y que tú cada vez vas más despacio.
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