He comprado en el Rastro (uno de los sitios donde se puede encontrar este tipo de lunas) un espejo antiguo llegado tal vez de algún naufragio familiar o de mudanzas o herencias remotas. Y ahora que después del regateo ya es mío, y lo estoy llevando a casa, abrigo el miedo de que al mirarme en él se me aparezcan las caras fijas de todos los antepasados muertos que, de vivos, se contemplaron ante su azogue. Voy a pie con el espejo (y acaso también con todos sus fantasmas) haciendo una especie de travesía/navegación por este norte sentimental gijonés, con playa en seco de mar baja en esta hora temprana, por donde pasea, tranquila, la vida del domingo. Corta aventura con un espejo (sospecho que embrujado) que voy exponiendo a una intemperie en tránsito. O sea, todo este pobladísimo árbol de la vida con su tráfico y pasar de ambulancias, peatones y perros, y que este espejo mío, como si estuviera ávido de cosas nuevas, atrapa un instante, entretanto que yo con mi sombra y él con su luz vamos de camino por entre un bosque de imágenes extrañísimas para un espejo como él, siempre encerrado, seguramente, en una sala silenciosa de casa antigua adornada de cortinones y arcones de encina.
Fuimos sorteando esquinas, obras municipales, semáforos, paradas de autobús, mientras, en estas horas de más domingo (que son las de la mañana), el espejo iba deslumbrando a la gente y a las cosas con un haz de sol inesperado. Lo ponía en un peatón, que se enceguecía y llevaba las manos a los ojos. Lo ponía en el color roído de las fachas viejas y en los cristales de las ventanas a las que nunca daba el sol. Lo ponía en los fondos oscuros de los portales, paseándolo en zigzag por los buzones, como queriendo saber quiénes vivían allí. Lo ponía por sobre las ramas de los árboles urbanos dejando en ellos, durante unos instantes, una madeja de luz. ¡Qué revuelo causó mi espejo bajo los arcos de San Esteban cuando colocó su solecito danzarín en la pared, a la altura de una niña, que se aupaba y se agachaba, y que corría para cogerlo! ¡Tanta ciudad naciendo en un espejo! ¡Tanta luz de faro, con su polvillo de plata, pasando a través de todo sin romperlo ni mancharlo- (Publicado en el diario El Comercio, 03-08-2011)
Fuimos sorteando esquinas, obras municipales, semáforos, paradas de autobús, mientras, en estas horas de más domingo (que son las de la mañana), el espejo iba deslumbrando a la gente y a las cosas con un haz de sol inesperado. Lo ponía en un peatón, que se enceguecía y llevaba las manos a los ojos. Lo ponía en el color roído de las fachas viejas y en los cristales de las ventanas a las que nunca daba el sol. Lo ponía en los fondos oscuros de los portales, paseándolo en zigzag por los buzones, como queriendo saber quiénes vivían allí. Lo ponía por sobre las ramas de los árboles urbanos dejando en ellos, durante unos instantes, una madeja de luz. ¡Qué revuelo causó mi espejo bajo los arcos de San Esteban cuando colocó su solecito danzarín en la pared, a la altura de una niña, que se aupaba y se agachaba, y que corría para cogerlo! ¡Tanta ciudad naciendo en un espejo! ¡Tanta luz de faro, con su polvillo de plata, pasando a través de todo sin romperlo ni mancharlo- (Publicado en el diario El Comercio, 03-08-2011)
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