miércoles, 28 de julio de 2010

HISTORIAS QUE SE REPITEN

Hace ahora un año, Sara estrenaba una silla de ruedas que le permitía salir a la calle, después de dos de una reclusión forzosa, a la que la había sometido su familia argumentando los impedimentos propios de la edad. Me costó conseguirlo, más o menos, lo mismo que al autor del siguiente artículo -rescatado del diario local-. y se repitió aproximadamente la misma historia. Hoy Sara descansa en Campo Santo, se fue en febrero. Mi empecinamiento hizo posible que se marchara con la imagen de su mar, de su ciudad, del bullicio del verano de su querido Gijón: volvió a vivir, en una palabra. Creo que se fue tranquila, con su último sueño cumplido. Al leer lo que sigue, he vuelto a revivir la historia. No conviene perder de vista estas cosas.

El mar, otra vez
IGNACIO DEL VALLE
ESCRITOR

Allí estaba, delante de mi abuela Erundina. En compañía de mi padre, mi novia y la chica que la asiste a sus 92 años. Cada vez que regreso a Asturias voy a verla, le llevo dulces, paso un tiempo con ella, hablando, lúcida como está, con esa mirada sin tiempo, pilla, irónica, unos ojos claros que se permiten decir ya todo lo que los demás nos guardamos por corrección social. No se corta, mi abuela, no. Pero hacía tiempo que no la veía, y en las últimas semanas mi madre había decidido dejar de teñirla y cortarle un poco el pelo, la dificultad de sus movimientos hacía muy pesado el proceso -lo que no permite es que dejen de pintarle los labios y las uñas, en su proverbial coquetería-. Para mí fue impactante ver su pelo blanco, nunca antes había habido un testigo tan flagrante de su vejez. Me dio mucha pena, incluso me deprimió comprobar la crudeza de un tiempo que la borraba, que la hacía desvanecerse por momentos. Incomprensiblemente, el pelo teñido me había ocultado la envergadura del naufragio. Y hubo en mi cabeza una especie de chispazo, una catarsis: cuánto hacía que mi abuela no salía de casa. Mucho, mucho tiempo, años; mi padre había construido una aséptica crisálida para protegerla en sus últimos días. Hay que llevarla a ver el mar, pa, dije, tiene que ver Ribadesella otra vez, Gobiendes, el mar, los árboles, el verde. Mi padre se negó alegando la edad de su madre, y yo insistí, y le dije a mi abuela que el sábado nos íbamos, que la bajábamos en una silla entre los dos hasta el coche, y ella sonrió, y dijo que ya era muy vieja, pero miraba a mi padre pidiéndole mudo consentimiento, sus roles intercambiados. Pero mi padre siguió alegando que andaba muy mal y que le daba miedo, y entonces ella se levantó y empezó a dar un paseo, esforzado, sin equilibrio, como un bebé grande. Y aproveché para seguir insistiendo, cabezón como soy, hay que llevarla a ver el mar, pa, no puede irse sin volver a ver los paisajes de su vida. Y me costó dos semanas de dar la vara convencer a mi padre, llamadas, tratos con mi madre, apoyos tácitos y explícitos de mi chica. Mi padre acabó cediendo, pero yo entiendo sus temores. La bajamos un sábado de mañana en una sillita del rey; condujo mi padre, yo fui detrás, acompañándola con mi chica. Y llegamos al mar, y la ayudamos a sentarse en un banco de piedra, frente al mar. Y nos sentamos con ella. Así, sin decir nada. Ella tan pequeñita, tan gordita, con esos ojos tan azules que darían envidia a cualquier mar. Y, bueno, sólo quería contarles esto. Que tenían que haber visto su sonrisa. Y su mirada, esa mirada que me llevaré conmigo cuando a mí también me vengan a buscar

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