sábado, 3 de julio de 2010


Navegando, que no por mar que es por donde me hubiese gustado hacerlo hoy, sino por esta red, que algunas veces no es más que una trampa en la que te enredas en busca de algo que casi nunca sabes qué es y casi siempre te sorprende con cosas inesperadas. Pues buscando nada, encontré algo. Algo tan sencillo como la ilustración del texto. Reparé en ella porque me recordó aquellos calendarios que antiguamente –aunque no hace tantos años-, colgábamos en nuestras humildes cocinas, y que la tienda de comestibles del barrio te regalaba al comenzar el año. Mis recuerdos evocan tiernas imágenes de animales domésticos impresas en papel cartón de muy baja calidad, a cuya parte inferior se adosaba un faldón en el que amén de figurar el mes, el día y el año –como era preceptivo-, también aparecía el santoral o los cambios de luna. No creo que hubiese muchas cocinas sin calendario. No existían –por supuesto- las de diseño y, por lo general la vida de las casas humildes tenía lugar en esos entrañables habitáculos en el que los niños jugaban mientras la sufrida ama de casa producía el milagro del día: alimentar las bocas de esos diablillos que correteábamos a su alrededor. Luego vino el diseño, la sustitución de las cocinas de carbón por las de gas, la vitrocerámica, el estilo minimalista, y un largo etcétera que dio paso a las hoy llamadas cocinas inteligentes. Y si inteligente es el silencio, pues admitiré que lo son. Porque en las de antes, en las del calendario en la pared, se hablaba con los padres, con los hijos, con los primos de visita. En las “inteligentes” ya no es necesario hablar. La cocción está siempre en su punto. No se precisa llegar a comer a una hora determinada, porque todo es tan fácil, tan sencillo como pasar del congelador al microondas y a la mesa. Y para eso no hace falta que la familia se reúna; cada uno cuando le convenga. La cocina podría confundirse con cualquier espacio de la casa. No se ven sartenes, platos, cacerolas…todo emerge con simplemente darle a una tecla de unos paneles blancos que se confunden con la pared, y que a mí personalmente me recuerdan un hospital. Las modas han cambiado con los tiempos. Ahora todo es más cómodo, pero menos entrañable. La cocina de mi abuela que es la que más me viene a la memoria, olía a pan caliente, a leña, a bizcochos, a arroz con leche recién hecho. La de mi madre ya no, ella era más moderna, creo que no tenía ningún olor específico, y fue de las primeras en quitar los gatitos de la pared. Pero, vamos a ver, ¿por qué cuento yo todo esto? Ya recuerdo, por lo del patito y el gatito. No dicen que con los años se vuelve a la infancia, pues yo ya estoy es ese retroceso.

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