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Al fondo mi apartamento, y detrás de los árboles "los nuevos rusos" |
Según me dice quien de esto
sabe un montón, no se trata de rusos, sino de “nuevos rusos”. Lo que en roman
paladino debe de ser algo así como de “nuevos
ricos”. Pululan por nuestras costas como las moscas en verano, para alegría de
comerciantes y hosteleros y desgracia de ciudadanos normales. Con su fresco
dinero lo compran todo, se pasean por locales de lujo, llevan los mejores
coches, y un largo etcétera que estaría muy bien si no fuese porque el
oscurantismo que envuelve sus vidas nos llena de intranquilidad, aunque sean
muy válidos para engordar las estadísticas de los turistas que nos visitan y el
Gobierno lo aproveche muy bien para hacernos ver que la situación económica va
mejorando. Pues bien, esos “nuevos rusos”, así lo diré para no ofender a nadie,
me tienen hasta las narices, porque se han venido a instalar justo debajo de mi
ventana privándome de la vista al Mediterráneo que hasta su llegada tenía. Lo
explicaré, aunque eso no sea más que un desahogo, no merme mi cabreo y os interese poco.
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Pues eso, la valla cada vez más alta |
Delante de mi apartamento había una hermosa casa de aldea alicantina de
planta baja, con una rodeada en la que convivían un jardín y un pequeño huerto
que sus viejos propietarios cuidaban con esmero y que hacían mis delicias cada
mañana al asomarme a la ventana. Entre su casa y mi ventana mediaba una calle
peatonal de pocos metros, y en el horizonte una maravillosa vista al Mediterráneo. Una delicia de la que
disfrutaba durante el tiempo que duraban mis vacaciones y que añoraba el resto
del año. Pues bien, hace dos o tres años, las cosas empezaron a cambiar. Me dicen
que alguien compró la casa, pero que no se sabe quién. Y comienzan las obras.
Hasta aquí ningún problema, salvo la curiosidad que me producían las palas excavando
con tanta profundidad: un sótano que se parecía a un bunker. Luego
vinieron las reformas externas y el edificio crecía en todas direcciones, un
piso más, terrazas, aleros, columnas estrambóticas, dorados extraños… pero
dentro de lo que cabe, sin mayor importancia. Lo peor vino después, cuando
empezaron a surgir las vallas cada vez un poco más altas, y luego los árboles
que llegaban ya creciditos y en poco tiempo se volvían descomunales. La puerta
fue sustituida por un gran portón y… ya no se ve el mar desde mi ventana. Han creado un blindaje
que resulta bastante chocante. Es difícil no ponerle cara a unos vecinos de los
que sólo te separan unos metros. Lo único
que se sabe de ellos es que entran y salen en coches de alta gama con cristales
tintados, que no se dejan ver y que nos han quitado la ventana al Mediterráneo,
que no vemos más que por una esquinita. Un día me decía mi vecina -que es francesa- en su macarrónico
castellano “pueden ser peligrosos, porque pueden ser robardos”. Y, la verdad, no me importa que sean ladrones
de guante blanco, mafiosos, traficantes de lo que sea, o “nuevos rusos”, lo que
me fastidia es que se me hayan plantado delante. Y por mor de su dinerito campado a sus anchas rompiendo con el entorno.
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Y esta es la vista de la que me han privado (la foto está hecha desde la azotea) |
Después de esto supongo que estará justificado mi cabreo.
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