La tarde tenía todas las banderas
desplegadas del verano, y el velamen de las barcas estaba hinchado de un julio,
por fin, ardiente. La mar estaba verde, y la playa movediza de San Lorenzo,
adensada de bañistas, igual que una fiesta general y grande, se había ido
quedando pegada a la pared del muro como una cenefa. Julio, con su luna
exagerada, aviva las mareas y engrosa las olas hasta parecer querer llegar a
las traseras de la ciudad. La marea iba y venía, subía y bajaba, y la vasta
cosecha de diosas al sol, de senos libres viviendo la temperatura de su
juventud, de muslos de cosecha, de piernas de deseo, también de senos
destruidos como la antigüedad, se cubría poco a poco de vestidos, suéteres,
gasas, vaqueros y lencerías, a medida que la mar los iba empujando, como restos
de un naufragio, hacia la orilla. La tarde vigésima cuarta de julio, de un rosa
encendido por el oeste, iba navegando tranquila por el cielo como en la alfombra
de algún moro. La noche se presentaba cálida, sin sueño ni ganas de dormir,
noche de balneario para ser trasnochada, y a la que el duende asturiano en
Madrid, Aquiles Tuero de Rovigo, diablo cojuelo, duque apócrifo de las Españas,
había traído a Horacio Lavandera, joven pianista, pálido y de elocuente melena,
y que, subido al acantilado del Jovellanos, apagadas las luces, hecho el teatro
un palacio negro, sus manos como joyas y el cristal de las uñas, con su brillo,
con levedad y devoción posadas en el marfil, huérfanas ya del cuerpo, hicieron
sonar el fragmento de una luna caída: el ‘Nocturno op. 9’ de Frederic Chopin. Daban las veinte cuarenta y cinco, y
el Nocturno para piano, que el maestro Horacio Lavandera hacía navegar sobre el
crepúsculo de la sala, se fue haciendo un gemido rojo, un manojo negro de
tristeza lenta, un adagio helado sobre las biografías que yacían sin zapatos
sobre el Camino de Santiago, bajo la Vía Láctea , en el cénit del camino de las
estrellas. Eran, ya digo, las veinte cuarenta y cinco horas del vigésimo cuarto
día de julio. Y dicen, los que la vieron, que la Santa Compaña iba en
procesión por los antiguos caminos de Galicia, sembrados de cruceiros de
piedra, entonando el ‘Miserere’. (31 de julio de 2013)
Otro para premio...
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