("EL COMERCIO",10/10/12)
Estos días de buen tiempo me he dado un garbeo por casi todos los barrios
de Gijón y sus afueras y he visto a algunos hombres mayores buscar colillas, y
a las mujeres, al atardecer, hurgar en los contenedores de basura. Estos días espléndidos
del veranillo de San Miguel, paseando por la ciudad y sus alrededores, he ido
contando las residencias de ancianos, los pisos y chalés habilitados para los
viejos, eso que llaman geriátricos y que algún escritor, cuyo nombre no
recuerdo, señala como las últimas casas del pueblo. Estos días, en fin, he
pensado mucho en eso del progreso, pero no me he sabido explicar qué clase de
progreso es este que hace rebuscar en los contenedores o “aparcar” a viejos en
residencias, pasillos y estancias desoladas aguardando que se consuman como
velas, en medio de un final triste lleno de sufrimientos y pañales sucios,
muchos de ellos con su lucidez humillada y convertida en dolor.
En estos tiempos, la vejez no forma parte del proyecto vital de la
mayoría de la gente. Somos la estúpida sociedad de la diversión, y todo lo que
no sea divertirnos ha dejado de tener interés para nosotros. Por eso estamos a
punto de perder totalmente la capacidad de sentir compasión por los otros,
incluso por nuestros seres más próximos y familiares. Estamos perdiendo eso que
durante miles de años nos distinguió como seres humanos: la ternura y la
compasión por los desvalidos.
Hoy, la cola para ingresar en los geriátricos es como la del Cristo de
Medinaceli: da vueltas a la manzana. En muchos de esos pisos, chalés y
covachuelas, miles de ancianos –o lo que de ellos queda- se enfrentan solos a
todo lo que acompaña la vejez, cuando ya no queda apenas nada. Y yo, que he de
colocarme cada semana a la altura de los ojos de muchos viejos, he nido viendo
en ellos el hueco tibio y húmedo que deja la vida cuando se está yendo, rastreado
sus miedos, sus temores: eso tan triste que los hace más humanos o todo lo
contrario.
Todos estaremos enseguida a punto de caramelo para ser ancianos. De nada
servirá resistirse o combatir la vejez con antioxidantes, eso que antes, en mi
niñez, se llamaba el hongo y la jalea real. El tiempo es nuestro gran enemigo
que nos va deshojando hasta dejarnos con un cuerpo de limosna. Entonces,
llegará la grúa y también nos llevará al desguace. Y eso es lo que hay.
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