LAUDATIO de Pérez Las Clotas
Los tertulianos de los viernes del Hoteal Asturias en Gijón. Agachados: Canellada, Angel Aznárez, Garrucho, Bardales. De pié : Jose Luís Martínez, Perez Las Clotas, Antuña, Cabezudo y Gómez Cuesta |
Vi por primera
vez a Juan Ramón hace décadas, ya bastantes, empujando con elegante manera y
decisión la puerta giratoria de entrada al Café Cervantes de Oviedo, en la
calle Argüelles, sentándose luego, junto a otros, en tertulia de alboroto, a la
derecha, mirando a la Escandalera. Todos
aquellos señores me parecían muy mayores, él también, aunque no lo eran,
equivocación natural pues, el que los miraba, estaba estrenando el llamado “uso
de razón”. La largura de espárrago de Juan Ramón, su ceñido vestido a lo inglés
(seguramente de Almacenes Botas), su preeminencia en el ruidoso
guirigay, le daban un nosequé de misterio, como de ángel o
de fantasma. A los pocos años, volví a verlo, esta vez bajando la estrecha escalera
interior, que comunicaba un altillo con los talleres de La Nueva España en los
bajos de la llamada Casa España en la calle Asturias (Oviedo).
Allí yo estaba pasmado ante la maravilla de la magia de la impresión del periódico,
invitado por Paco Arias de Velasco, que era mi vecino de enfrente en la calle
Campomanes; por allí andaba trabajando, entre linotipias, Carlos, con mono
azul, cuyo unigénito casó con una dama, una entre varias, que tenían una tienda
de corchos en un sotanillo cercano al Teatro Filarmónica. Volví a ver en
aquellos talleres el nosequé de
misterio de Juan Ramón.
Fue en los
años ochenta, leyendo a Umbral, cuando caí en la cuenta: Juan Ramón Pérez Las
Clotas, aquel personaje, que me intrigó desde mis principios y que permanecía
grabado en mi mente, era un caballero dandi, un completo dandy y señorito, muy
singular en aquellos tiempos tan singulares. Era todo un artista, que hizo
también del periodismo un arte, con estrictas reglas morales y de las otras en
su ser y estar, como corresponde a los de su categoría, tan infrecuente. En los
años noventa, ya conociéndole (antes sólo lo había visto), al atribuirle el
mérito del dandismo, nunca me lo negó o rechazó, respondiendo con inteligencia,
con humor y risas de dandi, o sea, de forma estentórea y ostentosa. Por eso, le
dije, que había muy bien entendido el consejo del también periodista Cesar González
Ruano: “Ahora procure usted que le
difamen ¡No hay tiempo que perder!
Desde que
conocí a Juan Ramón (años noventa), no dejé de admirarle con cariño, “cosa”
realmente deseada y desgraciadamente difícil; era buen escritor con mucho olfato,
pues sabía ver y escuchar, escuchaba mucho; quiso, con calidez demostrada, a
los que le rodeaban. Por haber hecho de su profesión un arte amó a su periódico
La Nueva España como un padre a un hijo, fiel entre
fieles y hasta los últimos momentos, habiendo tenido la gran suerte de sentirse
querido por periodistas de ese medio (esto, desgraciadamente, no es frecuente);
periodistas, que durante el dramático proceso de continuas pérdidas en los
últimos años -que eso es la ancianidad- fueron tapando los agujeros que abría
la vida que escapaba. Jamás la polémica
Política se interfirió enfriando o distanciando amistades; a todos sus amigos
quiso con independencia de sus juicios o prejuicios políticos, no poniendo o
quitando etiquetas; de ahí el respeto y la admiración.
La condición
de Juan Ramón, de maestro y de amigo de bastantes, creó dependencias, a mí
también. Escuchar el relato de vivencias suyas, que fueron muchas, resultaba aleccionador.
Sus juicios, por ejemplo, sobre la Revolución de Los Claveles (la vivió en
Portugal), tan importante para entender la Transición española,
aclararon algunos intríngulis. Me interesaron, en particular, sus amplios conocimientos
e informaciones sobre personajes importantes, como Pedro Sainz Rodríguez, Cela
y otros escritores de aquella España. Su análisis sobre mis escritos era, para
mí, el más esperado y definitivo, que analizaba con precisión de relojero,
detector de “maldades”, y que criticaba con rigor, no exento de cariño. Por
haber aprendido tanto, me siento hoy uno más de sus muchos aprendices. Y eso se
acabó. Queda la memoria, siempre viuda.
Si Juan Ramón (JuanRA)
empezó con la tertulia del Cervantes en Oviedo, su última tertulia fue la del
Hotel Asturias, los viernes, aquí en Gijón; tertulia esta de integrantes variopintos,
por ser muy varios y pintos distintos, desde ordenados, incluso “in sacris” a “profani”
también ordenados. Este viernes, al final de la reunión, sonarán, con especial
emoción, las dos palabras con las que Juan Ramón siempre ponía el fin optimista
y alegre: plurimam salutem.
(Ángel Áznárez, 1/03/2012)
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