lunes, 5 de marzo de 2012

CERCA DE DIOS



Hay quien para acercarse a Dios pasa  la vida rezando, otros se limitan a ser buena gente


 Casi todas las personas en algún momento de su vida, principalmente en los de grandes dificultades, tienden a acercarse a Dios. Excluyo, por supuestos aquellas que se declaran ateas, apóstatas. A esas no tengo nada que decirles. Yo no soy quien para juzgar sus razones que, sin duda, las tendrán. Una de ellas, de esas que dicen estar seguras de que no existe, me comentaba en una ocasión que Dios era una invención del hombre, que era una necesidad para  autoconvencerse de que no todo termina aquí: respuesta  a la desesperanza. Pues vale,  lo doy por válido, no me molesta y prefiero no analizarlo, no me conviene hacerlo. Es más, me parece una razón de peso para fomentar la  fe Yo me quedo con aquello de que no entiendo casi nada -más bien nada- que sé, además, que existen infinidad de cosas que mi ojo no capta, y menos mi entendimiento, así que para qué ir más lejos. Me gustan las iglesias, por lo que tienen de recogimiento, por esos techos altos que se se prolongan  hacia... ¿Dios, tal vez? -como los  altos cipreses de los cementerios-, por sus imágenes: santos regorditos, con papos colorados y labios de rojo carmín, otros de caras alargadas, tristes, circunspectos, luego está el  Cristo sufriendo, colgado,  muestra de la barbarie humana en todo tiempo, y la Virgen que llora desconsolada luciendo esa larga  melena de pelo natural donada por alguna beata, y también llaman mi atención los mantos bordados con hilo de oro por las mismas piadosas beatas, o  por sencillas monjitas. Todo me parece entrañable, y de otro mundo. Pero probablemente lo que más me emociona es saber que ese es el último lugar que nos acogerá tras la muerte. He asistido a funerales solemnes -de pomposas honras fúnebres- y a funerales de pobres: un desgraciado, acompañado de tres amigos agarrados a un cartón de vino, una monja y yo misma. Distintas despedidas, pero siempre en torno a una caja de pino con un cadáver en su interior, y en ese momento no importa si el nombre va precedido de un don, o de un "don nadie". Así es la muerte: nos iguala a todos, nos mide por el mismo rasero. ¿Será cosa de Dios que sea así? Es lo más probable.
Lo anterior es filosofía de la barata, que no piense quien me pueda estar leyendo que lo ignoro. Que no piense que  no me doy cuenta de que es el argumento más pobre que podría esgrimir, pero es el mío, el de alguien que no se plantea grandes ni profundas cuestiones religiosas, porque estoy  en la vida sencilla, en la de la gente de la calle, y que sabe muy bien cómo la muerte lo desmorona todo, cómo se lleva todos los oropeles del difunto de golpe. Creo que para estar cerca de Dios no son necesarias grandes convicciones, no es necesario desayunar con agua bendita, con ser buena gente es suficiente. 

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