lunes, 12 de diciembre de 2011

CRÓNICA DE EXCENTRICIDADES, por el notario ÁNGEL AZNÁREZ



En principio fue la calle Campomanes de Oviedo (XXVI)

NERVIOSAS Y MENTALES



(Crónica de excentricidades)

Foto: La cara del Angelito

No sé el porqué los periódicos, incluso los extranjeros, gustan tanto llamarse lo que no son. Éste, que ahora el lector tiene en sus manos (o entre sus piernas), se llama “La Hora de Asturias”, que no es horario ni es diario. Es, por el contrario, de mes o de período mensual, que llega siempre, aunque unas veces con adelanto y otras con retraso, tal como suele ocurrir con todo lo de ese período. Esta “Hora de Asturias”, por llevar el “lá lá lá” muy delante, y, sobre todo, por tener periodicidad mensual, es, a no dudarlo, la prensa o la gaceta más femenina de Asturias, aunque esté dirigida por un paisano apellidado Vélez, el que todo lo ve, que es escritor, y que escribe con máquina de retratar.

Por culpa de lo del mes, este cronista tuvo que interrumpir su Crónica de la calle Campomanes e intercalar la crónica de actualidad “El otro debate que yo vi”, sobre el debate-camelo entre Rajoy y Rubalcaba; crónica que del papel subió a los cielos, donde no la dejan en paz, al ser juzgada peligrosa, más propia de estancia en Purgatorio que en Paraíso. Y al regresar, ahora, a la calle Campomanes de Oviedo, este cronista duda, como desentrenado, sin saber qué coger: la carrerilla o la carretilla. La carrerilla, pues tiene prisa por mucho que contar en poco tiempo, o la carretilla, pues lo a contar es tan ancho que ni los brazos lo abrazan. Será el juicio final, el de los lectores, el que diga qué se ha utilizado: carrerilla o carretilla, pies o la cabeza; y siempre con la esperanza de que esta crónica, como las anteriores, “salga” a la buena de Dios.

Terminábamos la Crónica XXV con el Marqués (de la Rodriga) con palacio en la calle Campomanes. A ese Marqués, amante de los gallos con espolones abajo y perendengues arriba; tío de un torero, apellidado con C de Caña; celestino, correveidile y anfitrión en su palacio de los amoríos de un militar africanista (Franco) y una señorita de provincias, a los que el papá de la nena decía no; a ese Marqués –repito- no lo conocí, pues cuando nací, llevaba años estando en gloria, habiendo muerto aquél en el año de la pera. Todo lo supe porque me lo dijeron, que es la peor manera de saber, pues frente a un puñado de biendicentes, hay miles de maldicientes, y dentro de estos últimos, hay cientos del “querer y no puedo”, también conocidos como “capones o capados de pluma” (la estilográfica).

Del que más aprendí sobre el Marqués, fue de un catedrático de Lengua y Literatura en la Universidad de Oviedo en 1920, llamado don Pedro Sainz Rodríguez, que llegó a Oviedo con muy pocos veinte años, después de unas durísimas oposiciones, que así eran antes las oposiciones, no como ahora, que son refritos sin sofrito. El propio don Pedro, monárquico entre los monárquicos y de Franco, dejó escrito que era asiduo visitante del Marqués en su palacio de la calle Campomanes las noches de los sábados. Muy interesante, por cierto –aquí hacemos una incisión- es el libro que acaba de publicarse “Historia viva en las cartas de Pedro Sainz Rodríguez (1897- 1986)”, escrito por un tal Julio Escribano – esto de los escribanos se está poniendo muy interesante, pues ya son variopintos: escribanos de apellido, escribanos de pata negra y escribanos de pata coja o cojuelos-. Antes, para lo de la fe, era el escribano el que preguntaba, ahora, para fiarse o confiarse, es al escribano al que se pregunta: ¿Cómo te va, tronco?.

El palacio, en la mano de los impares, entre reclutas (los de la Caja) y los carteros (los de Correos), siempre estaba cerrado a cal y canto. A la entrada, por la calle Campomanes, un murete de piedra con verjas o herrería terminadas en pinchos; a la izquierda, el palacio, con ventanas y ventanales cerradas con contraventanas y contra-ventanales; al fondo, en la lejanía y a lo alto, el viejo jardín abandonado, que la imaginación infantil lo hacía poblado, unas veces, por fieras de la selva, como la de Tarzán, y, otras veces, por hadas adornadas con muchos perifollos y con mitras de papel. Quien esto veía, estaba abrazado a una farola callejera, que regalaba esa luz para atardeceres y noches, de tanto romance y melancolía, luz entre el amarillo limonero y la crema tostada.

La paz de aquel lugar, que era como la de los cementerios, se alteraba cuando pasaba el tranvía, que al girar a Martínez Marina casi en ángulo recto, sus ruedas chirriaban como cerdos en matanza, no descarrilando por milagro del Divino. La paz de lugar también se alteraba cuando una pobre loca, enferma de los nervios, gritaba y gritaba desde la ventana de su casa, que era la primera a la izquierda de Martínez Marina, esquina a Campomanes, no dejando a la pobre tranquila trayéndola y llevándola a La Cadellada. A mí esa casa, por la loca o nerviosa, siempre me dio mucho miedo y eso que en ella vivían, en el piso de arriba, Lupe, la panadera, y Floro, el panadero, con despacho de “Panis” junto a “la casa rosa” en Arzobispo Guisasola, dando la espalda al Rastro. Lo de esa loca, que, cuando gritaba, los ojos se le ponían como de caballo, trajo mucha cola.

La cola de la loca tuvo una importante repercusión biográfica; para explicarla, tengo que dejar la calle Campomanes, aunque sea de manera momentánea. Fue en uno de los primeros “veraneos”, en Gijón, más al Norte; no recuerdo si fue al salir del establecimiento de cretonas y pijamas “Almacenes Murais”, a la izquierda entrando en el gijonés Mercado de San Agustín, con registradora que se abría hasta los topes dándole a la palanca, o si fue caminando tras el helado mantecado “Los Valencianos “ en la calle Cabrales, cuando, de repente, junto a un portal, vi una placa en negro con letras de plata que anunciaba: “Nerviosas y Mentales”. Después de explicarme que era especialidad de un médico o psiquiatra (el “o” es más disyuntivo que copulativo), me acordé de la pobre nerviosa de la calle Campomanes-Martínez Marina. Aquella placa y lo que anunciaba me hizo mucho cavilar.

“Nerviosas y Mentales”: primero pensé que eso era una enfermedad propia de mujeres, como propio de las mujeres son aparatos que tienen y que de vez en cuando se estropean (los aparatos de los hombres, casi a la misma altura, son más táctiles y a propulsión). La loca aquella, desde luego, lo era; locos, locos parecía que había menos -locura como enfermedad de género, en un tiempo en el que también se decía:” El hombre es fuego y la mujer estopa” ¡Qué equivocación o autoengaño! Más tarde pensé que la “cosa” podría ser bisexual: ellas las nerviosas y ellos los mentales; pero al pedir explicaciones sobre la diferencia entre lo de ellos y lo de ellas, cada explicación resultaba de mayor confusión. Años después, en una clase de Gramática, al explicar el marista Hermano Antonino las “figuras literarias”, habló de la elipsis u omisión de palabras (en “Nerviosas y mentales” –pensé- se omitió la palabra “enfermedades”). Ante ese descubrimiento, grité en clase: ¡“Nerviosas y Mentales”! y el Antonino hermano, al darse por aludido –creyó que le estaba llamando “loca”- me dio en pleno rostro una hostia de Muy Señor Mío (fue la primera, pues la segunda la recibí del Hermano Pedro, el “fantasmón”, que calzaba de manos un número muy alto.

Y antes de regresar rápidamente a la calle Campomanes, siguiendo en Gijón, diré que si en “Los Italianos”, en la Plaza de la Escandelera de Oviedo, era el helado de limón el de más demanda, en Gijón, en “Los Valencianos”, era el mantecado el más pedido. Sobre esto también cavilé mucho, pensando que Oviedo, por tanto helado de limón, es una ciudad con humor ácido o cítrico, a diferencia de Gijón, ciudad bonachona o de manteca, siempre, por ello, muy de mantecado. Corriendo, sin parar, y con la carretilla despendolada, me apresuro a señalar, para evitar incendios y mangueras de bomberos, que en la contraposición de lo cítrico y lo mantecoso, no hay causa de jolgorio para los ovetenses ni de fastidio para gijoneses -la nata montada, muy montada, era otra especialidad de “Los Italianos”, que allí la “trabajaban”, en el mostrador del fondo y a la derecha, lejos de la caja, que estaba a la entrada, en la que dabas pesetas y te entregaban fichas de colores.

Y me explico sin dengues o merengues: lo que más puede querer un padre son, ciertamente, sus hijos; en el caso de este cronista, sus hijos son de padre ovetense y de madre gijonesa, o sea, que son mixtos o mulatos. Después de este humilde reconocimiento, declaro con solemnidad, cual Don Quijote armándose caballero, mi amor bifocal o tuerto de los dos ojos, a Oviedo y a Gijón. ¡Qué le voy hacer, mi sino y destino siempre fue así! Los de aquí (Oviedo) dicen que soy de allí (Gijón) y los de allí dicen que soy de aquí; los de derechas dicen que soy de izquierdas y los de izquierdas dicen que soy de derechas; los clérigos cerbatanas o con trabuco dicen que soy volteriano y los volterianos dicen que soy papista de Benedicto y que rezo a Sor María de Agreda (lo cual es verdad, pues esa Sor María es la única monja incorrupta en su mayor parte –la Santa Teresa, tan importante, sólo tiene incorrupto el brazo-).Y yo tan contento o pichi, pues a quien Dios se la de, San Pedro se la bendiga.

El otro palacio de la calle Campomanes era el del Marqués de Aledo, más arriba, en la acera de los pares. La finca del Marqués, consorte e hijo de Policarpo, era inmensa, pues bordeaba media plazuela de San Miguel, ocupaba parte de la calle Santa Susana y bajaba por la de Quintana hasta las cocheras municipales. A la calle Campomanes sólo daba una puerta de hierro del jardín, siempre cerrada y de dos metros de ancho; poco, pero suficiente a este cronista. La ama de llaves del palacio se llamaba Margarita; tuvo una hija que vendía perfumes en Martínez Marina, casada con un funcionario de Hidroeléctrica del Cantábrico, y digo bien, funcionario, pues los empleados de la Hidroeléctrica siempre me parecieron funcionarios; algo parecido a los habilitados o inhabilitados del Instituto de Previsión. Margarita era una buena mujer, ama llamada pero en verdad sirvienta, con una verruga en la cara del tamaño de una cereza y del color de una guinda.

(En la siguiente Crónica visitaremos una estancia retirada e importante del palacio del Marqués de Aledo, en la primera planta, con vistas a la Plazuela de San Miguel, lindante con el dormitorio; de gran parecido esa estancia con la que me enseñó hace meses un ayatolá en Teherán –traté sin éxito hacerle cristiano- visitando el palacio de la Emperatriz, la Diva Farah).

(Publicado en LA HORA DE ASTURIAS, 12/12/2011)

Nota de la bloguera: Pues que así sea. Vaya par de... setas que da la naturaleza, por supuesto.

1 comentario:

  1. Me gustó el socarrón artículo, lo que ya no me gustó tanto es que no tenga claro si de Gijón o de Oviedo. Non ye lo mismo,o de un lau o del otru. Probes neños los suyos, no poder decir que son gijoneses, ye una pena que tengan que decir en la escuela que su padre ye de Ovieu, claro que igual salieron mas a la madre.
    Un gijonés de pura cepa.

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