Es una tontería, ya sé, lo que voy a contar no merece la pena. Pese a todo lo haré, porque con los años voy comprobando que mi vida se compone casi exclusivamente de pequeñas cosas sin importancia. Y me temo que la de los demás, por mucho que se empecinen en lo contrario, también. La historia nace alrededor de una mesa de planchar y cuando sucedía –o cuando traía a mi mente estos recuerdos de antaño- no pensaba en contarlo, consciente de que esas cosas no interesan a nadie. Pero son las siete de la tarde, la jornada laboral concluye y, censurada por un amigo que me quiere bien y me llamó vaga por no hacer más entradas en el blog, decidí escribir. Llevo minuto y medio frente al ordenador y no debo de estar inspirada porque no se me ocurre nada de enjundia. Así que hablaré de mi mesa de planchar. Voy a tratar de explicarme, el tema es tan…ni sé cómo llamarlo, ¿de Maruja tal vez? Voy. Quienes me seguís –qué poco tenéis que hacer, por otra parte- sabéis que me he cambiado de casa y, por ello, algunas de mis costumbres se han modificado. Tengo una habitación que he decidido dedicar a la plancha. Todo un lujo para los tiempos que corren, pero qué queréis que os diga, me hacía ilusión: desde mi infancia nunca más tuve la oportunidad de destinar un cuarto para la plancha. Hago un inciso, para decir que me imagino la cara de los pocos –tal vez ninguno- señores que me estén leyendo, mejor que se retiren, seguro que me quitarán puntos. Pues bien, acostumbrada e ese artilugio –similar al fe la foto- estrecho y alargado en el que ni entra una sábana ni uno tiene manera de hacer la raya a unos pantalones –y por tanto, usuaria habitual de tintorería- coloqué en la estancia mencionada una mesa como Dios manda con su correspondiente muletón -¿se llama así?- y muy ufana –y contenta- me puse a planchar. Pero, ¡ay!, fatalidad: ni con mesa grande ni sin ella, a los pantalones no hay manera de hacerles una sola raya, y qué decir de esa sábana que lleva unas gomas en las esquinas y resulta imposible doblar en forma. Conclusión: no sé planchar. Así que me quedé bastante compungida, hasta creo que lo del cuarto de la plancha no fue una buena idea. Ahora tiro de esos recuerdos de antaño que os decía al empezar. Ante tanta dificultad me vino a la memoria Julia, la señora que nos crió a mi hermana y a mí. Ella sí que sabía, y reconozco que trató de enseñarnos. Pero nosotras, jóvenes modernas –para la época- y algo rebeldes, nos negábamos a ocuparnos de las cosas de la casa. Y, como por otra parte somos hijas de mujer trabajadora más pendiente de nuestros estudios que de nuestra formación como amas de casa, pues en cosas del hogar estamos poco entrenadas, principalmente yo. Y vuelvo a Julia, ella sí que merece la pena (acaba de cumplir 100 años, cosa que creo ya os dije en otra ocasión), empezó a trabajar a los 8 años (no me equivoqué, la cifra es exacta) y lo hizo en la casa de los nietos de Clarín (el dato también es exacto) y allí –como ella nos decía- las cosas se hacían bien y las señoras era muy señoras. Y después de soltarnos la perorata añadía: para ser señora y mandarlo hay que saber hacerlo. Resultado final: no llegué a convertirme en señora…chica de barrio, como mucho. Le buscaré otra utilidad al cuarto.
jueves, 20 de enero de 2011
LA MESA DE PLANCHAR
Es una tontería, ya sé, lo que voy a contar no merece la pena. Pese a todo lo haré, porque con los años voy comprobando que mi vida se compone casi exclusivamente de pequeñas cosas sin importancia. Y me temo que la de los demás, por mucho que se empecinen en lo contrario, también. La historia nace alrededor de una mesa de planchar y cuando sucedía –o cuando traía a mi mente estos recuerdos de antaño- no pensaba en contarlo, consciente de que esas cosas no interesan a nadie. Pero son las siete de la tarde, la jornada laboral concluye y, censurada por un amigo que me quiere bien y me llamó vaga por no hacer más entradas en el blog, decidí escribir. Llevo minuto y medio frente al ordenador y no debo de estar inspirada porque no se me ocurre nada de enjundia. Así que hablaré de mi mesa de planchar. Voy a tratar de explicarme, el tema es tan…ni sé cómo llamarlo, ¿de Maruja tal vez? Voy. Quienes me seguís –qué poco tenéis que hacer, por otra parte- sabéis que me he cambiado de casa y, por ello, algunas de mis costumbres se han modificado. Tengo una habitación que he decidido dedicar a la plancha. Todo un lujo para los tiempos que corren, pero qué queréis que os diga, me hacía ilusión: desde mi infancia nunca más tuve la oportunidad de destinar un cuarto para la plancha. Hago un inciso, para decir que me imagino la cara de los pocos –tal vez ninguno- señores que me estén leyendo, mejor que se retiren, seguro que me quitarán puntos. Pues bien, acostumbrada e ese artilugio –similar al fe la foto- estrecho y alargado en el que ni entra una sábana ni uno tiene manera de hacer la raya a unos pantalones –y por tanto, usuaria habitual de tintorería- coloqué en la estancia mencionada una mesa como Dios manda con su correspondiente muletón -¿se llama así?- y muy ufana –y contenta- me puse a planchar. Pero, ¡ay!, fatalidad: ni con mesa grande ni sin ella, a los pantalones no hay manera de hacerles una sola raya, y qué decir de esa sábana que lleva unas gomas en las esquinas y resulta imposible doblar en forma. Conclusión: no sé planchar. Así que me quedé bastante compungida, hasta creo que lo del cuarto de la plancha no fue una buena idea. Ahora tiro de esos recuerdos de antaño que os decía al empezar. Ante tanta dificultad me vino a la memoria Julia, la señora que nos crió a mi hermana y a mí. Ella sí que sabía, y reconozco que trató de enseñarnos. Pero nosotras, jóvenes modernas –para la época- y algo rebeldes, nos negábamos a ocuparnos de las cosas de la casa. Y, como por otra parte somos hijas de mujer trabajadora más pendiente de nuestros estudios que de nuestra formación como amas de casa, pues en cosas del hogar estamos poco entrenadas, principalmente yo. Y vuelvo a Julia, ella sí que merece la pena (acaba de cumplir 100 años, cosa que creo ya os dije en otra ocasión), empezó a trabajar a los 8 años (no me equivoqué, la cifra es exacta) y lo hizo en la casa de los nietos de Clarín (el dato también es exacto) y allí –como ella nos decía- las cosas se hacían bien y las señoras era muy señoras. Y después de soltarnos la perorata añadía: para ser señora y mandarlo hay que saber hacerlo. Resultado final: no llegué a convertirme en señora…chica de barrio, como mucho. Le buscaré otra utilidad al cuarto.
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me parece un lujo tener cuarto de la plancha y no se como llamar al no usarlo....¿despilfarro?
ResponderEliminarjulia es muy sabia y tu amigo el que te llamó vaga por no escribir tiene mas razon que un santo.....isabel al final haz lo que te pida el cuerpo?que mas da lo de la raya?
Muy bien que hables de las pequeñas cosas, recuerda que los pequeños detalles hacen grande al amor. Si te place, no desarmes tu cuarto de plancha: yo muero por tener uno.... y tampoco sé planchar. Un abrazo desde Cuba a compartir con el resto de amigos del Ateneo. Saludos, Loly Estévez.
ResponderEliminar¿Que tienes una habitacion dedicada a la placha y ahora la vas a dedicar a otra cosa? ¡imperdonable! seguro que muchas mujeres sentirán lo mismo que Loly, y yo me sentiría encantada ¡es todo un lujo el cuarto de la plancha!
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